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Por. Luis Fernando Arteaga* (1946)

-¿Qué piensas tú, si tu dama está tan niña? me preguntó José aquel día.

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- No lo sé; no he tenido tiempo de pensar; lo que creo es que un día de ese 2014, pasó la vida por mi casa, me vio a través de la ventana y dijo:


-“No es justo que esta casa esté tan sola y su cuidador parezca triste”. Y sin pedirla, ese Septiembre la introdujo sin tapujos. Todos estos años #JuntosContamos una historia singular, donde la felicidad es la protagonista principal.


En esta vida hay muchos Josés, pero no importa, lo que importa es la niña que la vida un día me obsequió.


Texto para la convocatoria #JuntosContamos


*Luis Fernando Nació en Medellín hace 75 años. Es Tecnólogo de Sistemas y Electricista de profesión. Actualmente está pensionado. Dice con alegría: “soy un fan de la felicidad”. Es emprendedor digital y le gusta compartir lo que sabe sobre electricidad y sobre emprendimiento en las redes sociales, especialmente en su canal de Youtube.


Conoce más sobre Luis Fernando en su sitio web El Viejo LuisFer.

Suscríbete a su canal de Youtube donde aprenderás de manera sencilla varios tips sobre electricidad, entre otros temas.




“El principio de la sabiduría es saber ignorar”

Miguel de Unamuno


Fue mi primer paciente del curso de especialización, le correspondía la cama número 1. Se llamaba Jesús, no recuerdo su apellido, todos le decían Chucho. Yo sería su médica, lo que significaba que durante su estancia lo revisaría diariamente, estaría pendiente de los cambios que presentara, le pediría los estudios pertinentes, lo formularía. En la Revista Semanal del Servicio de Rehabilitación, a la cual asistían los docentes, el personal en entrenamiento y terapeutas, relataría su evolución y luego discutiríamos las conductas médicas a seguir.

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Sobre su cama, cubierta con una colcha blanca, se dejaba ver una pequeña maleta y una bolsa que parecía contener comida. Él estaba sentado, limpio, con su tez morena, su húmedo cabello rizado, largo hasta los hombros, peinado por la mitad. Una toalla le rodeaba el cuello para no humedecer la camisa. Esperaba que le asignaran el médico que lo tendría a cargo.

El profesor me lo presentó y me contó que desde hacía cuatro años estaba parapléjico y se encontraba hospitalizado para recibir tratamiento de cirugía plástica por una úlcera isquiática, la cual se había formado por permanecer mucho tiempo en la silla de ruedas. Además precisaba recibir las instrucciones adecuadas para evitar que su piel se volviera a lesionar.


La mirada de Chucho era recelosa y expectante, pero no manifestaba ningún rechazo. Después del saludo le dije que volvería más tarde. Seguidamente nos distribuyeron al resto de los pacientes.

Al terminar la mañana regresé, pero amablemente me pidió que, por favor, volviera en la tarde porque necesitaba hacer una siesta, pues su vecino de cama se quejaba mucho en la noche y no lo dejaba dormir.


A las 3 pm, puntual, estaba esperándome en aquella irrenunciable silla de ruedas. Mi responsabilidad era diligenciar una larga Historia Clínica con toda la información personal y de salud del paciente. Resultaba difícil adivinar su edad.


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Tenía 30 años. Me informó que había recibido un tiro durante un atraco a nivel de la décima vertebra torácica. En ese momento supo que no volvería a caminar. Vivía con su madre, la única persona que lo visitaba. No tenía pareja, ni hijos y aunque trabajaba, no me contó específicamente a qué se dedicaba.


Lo examiné detenidamente y en varias oportunidades me recordó algunos aspectos que debía escribir. Durante estos cuatro años había conocido varios médicos principiantes y se enorgullecía de poder ayudarlos. No era yo pues, la primera profesional a la que él generosamente le compartía su tremenda historia clínica.

Después de varios días me confió que él era atracador, así fue cómo recibió el disparo.


Era su oficio desde la adolescencia y decía con cierto orgullo que ahora era un experto en atracar en la silla de ruedas. El escogía su “cliente”, le pedía ayuda para que le empujara la silla de ruedas, lo llevaba a un lugar solitario donde aparecía su compinche y allí, como si de la silla se desprendiera una estoica frialdad, robaban al incauto. Así transcurrió su vida los últimos años.


Un par de meses después, cuando ya había sido operado y tenía curadas las escaras de su piel, llegué temprano para examinarlo, pero se encontraba en la ducha. Decidí quedarme junto a su cama mientras revisaba unos exámenes de laboratorio. Debajo de la almohada sobresalía un objeto brillante que no hacía parte de la dotación regular sanitara; era una puñaleta que había fabricado con una cuchara.


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En pocos días saldría del hospital y estaba preparando su instrumento de trabajo. Llamé al jefe de enfermería quien decididamente tomó la improvisada arma y la guardó.


Supe después que mi colaborador tenía una colección de objetos que le decomisaba a los pacientes. Al hospital no sólo llegaban personas de escasos recursos, sino muchos de los delincuentes heridos de esa Bogotá también herida por sus dinámias sociales.

Llegó el día de la despedida. Chucho se puso la ropa limpia y planchada que le había llevado su madre, quien llegaría para llevarlo de nuevo a su casa. Hablamos unos minutos, le deseé lo mejor para su vida, me dio la mano y me dijo:

- “Doctora, muchas gracias, no me olvide que yo no la olvidaré. Cuando yo me muera y esté entrando al infierno voy a decirle al “patas” que si usted llega, la trate bien, porque usted no fue mala persona conmigo. Como ve doctora, la recomendaré”.

Nunca más supe de él, no volvió a control médico, seguramente murió en su ley. FIN

BioRelato

Por: Ana Cristina Guzmán Villate* (1956)

La pandemia motivó a esta Médica especialista en Medicina Física y Rehabilitación de la Universidad Nacional a escribir acerca de algunos pacientes especiales e inolvidables que marcaron su vida personal y profesional. Esas historias están dirigidas inicialmente a sus tres hijos para que conozcan de primera mano las emotivas experiencias que vivió su madre durante su desempeño profesional. El Relato del Domingo tiene el privilegio exclusivo de contar con uno de esos relatos.


Imágenes: Marcos Aurelius, Pixaba, Retha Ferguson y ArtHouse Studio


Biorelato

Una llamada que llevaba la urgencia de contactar a uno de los hermanos Schmid, me trajo la voz de Max con su acento inconfundiblemente bogotano. Recordaba esa voz pronunciando frases en alemán que unas veces entendía y otras no. Max fue mi profesor de una asignatura para la que nunca demostré destreza: trabajo manual. De él sabía que era medio hermano de un compañero llamado Balz, con quien aprendí a jugar fútbol. Balz no sólo era mejor jugador que yo, sino que, como Max, había heredado los genes artísticos de su padre, el arquitecto suizo Víctor Schmid. Balz me colaboró para completar los trabajos manuales que mi destreza era incapaz de cumplir a tiempo ante el evaluador, nuestro profe Max que, como he dicho, además era su hermano, aunque ese vínculo nunca le dio a mi amigo Balz alguna ventaja porque entre otras cosas, nunca la necesitó. Así que de alguna forma, mis trabajos eran una co-creación del hermano del profesor. No había riesgo de perder o repetir esa asignatura porque además se computaba con la de música, en cuyos ámbitos me sentía mucho más seguro y mi ser fluía con mayor tranquilidad. Desde cuarto de primaria comencé a explorar la percusión, primero con las marimbas y luego más disciplinadamente con la batería. Así mismo con algunos tambores típicos del caribe colombiano.



Durante uno de los cortos descansos o recreos entre clases, me acerqué a Max para preguntarle alguna cosa sobre su enigmático taller, donde además, comencé a elaborar con mi amigo Álvaro las baquetas con las que golpeábamos el aire, los cojines y posteriormente la batería. El colegio invirtió en una batería acústica decente y de combate al mismo tiempo, para completar la orquesta que haría presentaciones en eventos especiales. Hice parte de un selecto grupo de aspirantes a baterista que rigurosamente asistió todos los sábados a unas clases extracurriculares para que comenzáramos nuestro camino al estrellato musical escolar. Cuando abordé a Max, la sorpresa fue que no era él quien respondió con franqueza mi inquietud. “Max no, soy Urs”. Al comienzo no entendí en qué momento Max se había cambiado de nombre o, si en medio de mi despiste, siempre había ignorado que mi profesor tenía un nombre compuesto y, al parecer, prefería que lo llamaran con el segundo: Urs. Estaba equivocado y con quien hablaba era, en efecto, Urs, el hermano gemelo de Max. Dicho evento me aterrizó sobre la presencia de dos profesores idénticos, así que en adelante jugué a adivinar cuando vía a uno o a otro, en algún pasillo o en el salón de profesores. Buscaba adivinar a partir de su comportamiento, de su forma de vestir, de su locomoción, de sus gestos si este era o no, el que me dictaba clases a mí. En efecto, Urs no era profesor titular en primaria, pero por ser hijo de Víctor Schmid, el arquitecto mencionado anteriormente, cuyo honor reconoce la historia de la arquitectura en Colombia, el gemelo de Max tenía entrada libre a las instalaciones y eventualmente, hacía reemplazos de profesores ausentes.

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Max y Urs Schmid

Urs era profesor del colegio alemán, ubicado bastante lejos del nuestro. A mi juicio y desde mi precaria perspectiva, un gemelo era más dulce, más amigable que el otro. Tal vez porque el vínculo con cada uno obedecía a distintas características de la autoridad entre profesor y estudiante. El tiempo se encargó de aclararme que dicha apreciación no sólo era injusta, sino que desconocía por completo el caracter amigable, generoso y bondadoso de ambos. Intuyo que no todos los estudiantes compartan mi impresión sobre los gemelos o sobre alguno de ellos, porque cada uno de los niños, niñas y jóvenes que interactuaron con ellos lo hacían desde sus propios mundos y desafíos tanto emocionaloes como intelectuales.


La llamada, entonces, me conectó al otro lado del teléfono, con ese Max que recordaba de la infancia y con quien no había hablado hace más de 20 años, pero su voz era exactamente la misma.


"Querido Max, te contacto porque estoy escribiendo un libro y tanto tú como tu hermano tienen información muy valiosa para contribuir con la investigación…"


Nos reunimos varias veces. Largas conversaciones me llenaron de datos para construir la historia. En una de esas reuniones se unió el documentalista Gerrit Stollbrock que realizaba un corto documental sobre la historia del Colegio Suizo de Bogotá. Cuando las cámaras estaban grabando, surgieron un par de preguntas sobre su condición de gemelos.



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“¿A ustedes les ha pasado que cuando se enferma uno, el otro siente algún tipo de dolencia?"


"¿Es cierto, como cuentan en algunas películas, que entre gemelos suceden extraños eventos de simultaneidad?"


En ese preciso instante, como si Dios nos escuchara, una epifanía puso frente a nostros la respuesta inequívoca que confirmaba nuestras sospechas. A los dos gemelos Schmid les sonó simultáneamente el celular. A cada uno lo llamó una persona distinta, justo en el mismo momento y ante la genuina inquietud de los presentes. Todos reímos sobre el suceso y el evento quedó registrado tanto en el video, como en la grabación de audio con la que documentamos la entrevista.


Los gemelos Urs y Max Schmid escribieron este bonito relato que nos ofrecen como anexo al video de la historia que narran a través de un cariño enternecedor.


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