Autora: Yang Puma (Seúl, 1992)*
Era tarde y hacia frío, desde su posición no lograba ver el reloj digital a un costado de su cama y el asfixiante dolor en el pecho le impedía despertar a su esposa, quien roncaba a su lado, más de cincuenta años de matrimonio y no sería capaz de despedirse. Podía sentir claramente la lucha de su corazón por continuar latiendo mientras el frío letargo de la muerte nublaba su visión.
Era un hombre viejo con una memoria oxidada que en ocasiones tenía problemas para recordar la lista de la compra o el cumpleaños de alguno de sus nietos, pero no esta noche, no a punto de exhalar su suspiro final. Tenía que pensar en ella al menos una última vez, se lo debía a sí mismo por no haber sido capaz de encontrarla nunca. Pensarla no era una tarea complicada, pues al cerrar los ojos afloraban los recuerdos.
La conoció una tarde de lluvia, unos setenta años atrás, en su pequeño pueblo natal, donde justo después de la misa dominical, la lluvia de repente empezó a sorprender a los transeúntes acostumbrados al aire caliente y seco de aquella época del año. Las gotas se deslizaban presurosas sobre su piel pálida y aplastaban su cabello rubio contra el cuello mientras intentaba huir del chaparrón arrastrando un pesado baúl de cuero.
Había llegado al pueblo un par de horas atrás. De inmediato empezaron los rumores sobre la legendaria belleza de la nueva maestra de arte del colegio de monjas del colegio fundado allí más de medio siglo atrás por las hermanas de San Juan de Sotavento. Leo, el hombre viejo que ahora siente nostalgia por su pasado, en aquel momento gozaba de juventud y buena salud. Había escuchado gran parte de los rumores sobre aquella mujer por parte de su madre y su abuela mientras tomaban el desayuno, pero nunca espero conocer a la famosa “extranjera” ese mismo día.
Al verla en problemas corrió hacia ella, tomó su mano y la haló mientras con la fuerza del otro brazo llevó el baúl hasta llegar a su casa, donde le ofreció ropa seca y una taza de café mientras esperaron a que la lluvia mermara. Su nombre era Freya y venía desde Estocolmo a perfeccionar su español, a pesar de que parecía hablarlo de maravilla.
“No te acerques a ella o terminarás con el corazón roto” le había dicho su madre a penas se enteró del acontecimiento. Para ella no tenía ningún sentido que una muchacha tan bonita, refinada y de mundo se fijara en su tosco hijo, cuya rutina se limitaba cai que excepcionalmente a salir a la madrugada a pescar en un botecito destartalado con apenas un trozo de pan en el estómago, para engañar el hambre y no marearse. Su hijo era dulce y amable, pero no lo suficientemente guapo o refinado y mucho menos determinado. Para ella, lo que más caracterizaba a su hijo, era la mediocridad. Pero lo amaba y prefería aterrizarlo antes de que sufriera una decepción que lo mermara más de lo que ya estaba.
A pesar de las advertencias de su madre Leo, joven en ese entonces, cayó hechizado bajo la sonrisa, los modales y el conocimiento de Freya. La amistad surgió, en parte porque ella intuyó que la confianza que le generaba Leo era suficientemente tranquilizadora para no esperar de él ninguna insinuación inapropiada. que entre ellos no ocurriCon el paso de los meses parecían cada vez más enamorados el uno del otro, quizás incluso llegaran a casarse, murmuraban algunos.
Al cumplirse el primer año desde la llegada de Freya y mientras Leo ahorraba para comprar el más hermoso anillo que honrara su amor, discretas y elegantes cartas llegaron a casa de cada uno de los habitantes del pueblo que, durante ese año, habían hecho sentir bienvenida a “La Blanca”, como decidieron llamarla algunos para distinguirla. En esas cartas, unánimes se expresaban los amigos y vecinos con profundo agradecimiento, dejando ver la tristeza por su repentina partida. El destino no quiso que Leo leyera la carta a tiempo y el avión despegó llevándose a su primer amor a un sitio tan lejano que incluso a él mismo le habría costado imaginarlo.
Enterarse de su partida fue un golpe difícil de asimilar, sin embargo, esto aumentó su resolución de ignorar los consejos de su madre y decidió embarcarse en una aventura que bien podría durar toda la vida, pues perseguir a un ser amado y procurar ser digno de recibir amor de vuelta, conllevaba un tremendo aprendizaje y como es sabido, aprender de verdad siempre toma tiempo.
Desde la primera vez que obtuvo el fruto de sus excursiones de pesca, semanas después de haber perdido a su padre durante una tormenta, Leo aprendió a ahorrar. Su madre y abuela trabajaban como costureras y él aportaba el dinero que la pesca le proveía, sin embargo, en un baúl con llave bajo su cama, depositó siempre el valor del pez más grande de la jornada, pues creía que siendo día encontraría algo digno para invertir el fruto de su esfuerzo.
El momento llegó, y para él empezó la gran aventura de su vida: compró un pasaje de bus directo a Bogotá donde tomaría el primer vuelo a Estocolmo donde comenzaría a buscar a Freya así le tomara la vida entera. Su convicción era encontrarla para por fin casarse con ella. “Muchacho no vallas, quédate y trabaja duro, no vale la pena perseguir un espejismo, ella no va a volver porque su vida esta allá” intentó disuadirlo su madre, pero todo intento de atajarlo fue inútil. Al día siguiente partió.
El dinero alcanzó apenas lo justo para un vuelo hasta Estocolmo con el mínimo de equipaje y varias escalas. El vuelo fue difícil y lleno de turbulencias, como si el mar y el cielo quisieran impedir su búsqueda. Llegaría a un lugar desconocido sin un céntimo. Por ser la primera vez que montaba en avión y como las tormentas lo aterraban desde niño, permaneció despierto las diez horas de vuelo hasta su primera escala. Una despejada mañana le recordó que tras las tormentas se observan las mañanas más hermosas.
Llegó a Estocolmo después de un par de escalas más. El clima frío con un sol distante y reservado lo recibió como el presagio de dos semanas difíciles, sin dinero ni forma para abastecerse de lo necesario. Conoció después a un pequeño grupo de latinos que residían en la ciudad y tenían un grupo de salsa consolidado ya por el tiempo. Leo nunca había estudiado música, pero tenía el ritmo innato de los habitantes de los pueblo costeros y así, a base de presentaciones en pequeños pero abarrotados clubes nocturnos, recorrió diversas ciudades y pueblos, sin olvidarse nunca de preguntar en todos los lugares por Freya. “Estás inventando, no hay una mujer como esa en este país, todas son frías y de mal humor”, se burlaban sus amigos cuando la melancolía lo vencía y sentía la necesidad de hablar de ella para el recuerdo de ella no perdiera nitidez. Casi sin pensarlo habían pasado los diez primeros años.
Asociarse con sus amigos y abrir un bar de salsa le pareció lo más correcto cuando tuvieron el dinero suficiente. Poco después conoció a la que sería su segundo gran amor, una latina recién llegada, perdida y asustada, cuya dulzura lo enamoró. Con Isabelle tuvieron tres hijos, cinco nietos y los años siguieron pasando con el negocio floreciendo, como si la vida se encargara de tejer, día a día, un color nuevo a la cotidianidad.
Jamás volvió a ver a Freya, un par de veces creyó ver el reflejo dorado de su cabello entre la multitud, pero su imagen desaparecía tal y como había llegado. El hombre que soñó, anhelo y deliró a una mujer ausente, murió de viejo sin saber jamás que Freya, enferma y débil desde niña, hacía tiempo que había dejado este mundo. El destino de Freya, ignorado por Leo, es que había regresado con prisa a Estocolmo con la vana esperanza de despedirse de sus padres ante la inminencia de un diagnóstico lapidario. Pero la muerte no le dio espera, simplemente se la llevó durante el vuelo.
Fin
*Originaria de Corea del Sur, con un alma viajera, Yang Puma a través de sus viajes y su amor por los idiomas ha desarrollado una pasión insospechada por escribir relatos cortos. Habla cuatro idiomas con fluidez y actualmente reside en un municipio de Cundinamarca, Colombia, cerca a Bogotá donde llegó tras escapar del vertiginoso mundo de las finanzas. Siempre está lista para iniciar su próxima aventura.
Imagen: David McEachan