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En la mortecina luz de la caída de la tarde leyó con poco interés:

“Los soldados creían que no irían al cielo si mataban vírgenes, así que se encargaban de que no lo fueran. No eran peninsulares sino hombres de las poblaciones vecinas, también ribereñas”.


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La descripción no tenía referencias ni nota al pie. El autor no era conocido, tampoco importaba mucho. Copió y pegó en el documento que había abierto para anotar las referencias bibliográficas sobre el tema de "opresión y falocentrismo". La emoción aleteó en su pecho, desvaneciéndose segundos después. Abrió uno de los libros que tenía en la mesa. Le aburría leer así, el olor del papel le molestaba, si era nuevo, lo sentía como un olor dulzón y sofocante, a cosa no tocada y si era viejo, la cosa empeoraba con el polvo. Levantó la cabeza y a varios metros de distancia vio llover a través del ventanal de la biblioteca; se levantó y se acercó, era extraño observar la lluvia sin sentir el ruido de los hilos de agua en su caída sobre las ramas de los árboles, en su caída sobre el piso o el prado. A esa hora del día había pocos estudiantes. Estaba aburrida. Había escogido el tema de estudio con la emoción de quien piensa que está en el camino de un gran descubrimiento. Se imaginaba navegar por las aguas turbulentas del patriarcado opresor, luchar contra el viento huracanado y las corrientes marinas con el velamen conceptual y el equipamiento teórico que la resguardaría de todo mal. El orgullo hinchaba su pecho y con la frente en alto emprendió la travesía intelectual. Sin embargo, tras semanas de revisión bibliográfica y de lecturas soporíferas, se sentía agotada. ¿Qué sentido tenía seguir leyendo? Sus conclusiones se reducían a que las mujeres habían sido sometidas durante siglos de opresión ¡qué importaban los detalles! Pero en eso consistía su trabajo, en describir las escenas más escabrosas de la historia. Su tutora le había advertido que debía focalizar el tema, algo así como reducirlo a sus justas proporciones, le aconsejó pensar un lugar, una época, un proceso en particular, que lo convirtiera en su hilo de Ariadna y así escapar de los corredores laberínticos de la violencia machista y la marginación social. Y ella no prestó atención. En dos semanas debía entregar un primer borrador y su carpeta de referencias había crecido con ensayos, artículos y todo tipo de documentos. Todos estaban organizados, etiquetados y aunque sus fichas bibliográficas estaban al día, el borrador seguía siendo una página en blanco.


No sabía por dónde empezar. ¿Qué debía escribir? Le fastidiaba sentirse bloqueada frente a una montaña de información. Tenía tantos datos históricos, estadísticos, etnográficos, socioculturales, que no sabía por dónde empezar. Tampoco veía la necesidad, la emoción se había convertido en un aleteo agónico por estar haciendo lo correcto, como si aquella "verdad" hubiera traspasado su cabeza una mañana de febrero en el aula de clases; es como si se hubiera convertido en una parpadeante luz que quisiera ocultarse de su entendimiento. Frente a la profesora, una teórica de estudios culturales que recitaba en francés e inglés las palabras de autores reconocidos, se sentía como la discípula que es conducida a la luz del conocimiento. Pero en cuanto se veía lejos de su órbita, volvía a ser la misma muchacha insulsa a la que le gustaba tomarse selfies frente al espejo, sabía que reproducía el canon de belleza heteronormativa de ese patriarcado al que todas las mujeres están llamadas a combatir y se sentía decepcionada de sí misma. Qué difícil era ser una iluminada. Qué difícil era seguir la senda transitada por tantas mujeres que lucharon contra la sociedad. Qué difícil era vivir. Había tantas maneras de ser oprimida, desde una mirada, un guiño, un gesto, una palabra, un tono de voz, hasta llegar a acciones simbólicas que revestían la misma violencia como un golpe. Era imposible no extraviarse. ¿Cómo luchar contra algo que es, precisamente, el aire que se respira? ¿Cómo? ¿Qué sentido tenía escribir sobre eso? ¿Para qué? Se devanaba los sesos en las ideas sueltas de ese ovillo recién descubierto y sentía estar al borde del precipicio. Se imaginó en un acantilado, contemplando la inmensidad del mar desde lo alto; el oleaje rompiéndose en las rocas, el viento acariciando sus sienes y envolviéndola en su gélido aliento.


Posó su frente sobre la superficie lisa y fría de la ventana. Seguía sin escuchar la lluvia. Le fastidiaba estar ahí. Salió de la sala, bajó las escaleras y atravesó las puertas de la biblioteca. Llovía a cántaros. Extendió su brazo y con la palma hacia arriba sintió las gotas golpear la superficie sonrosada. Su corazón se aceleró de emoción. Dio un paso y otro más hasta sentirse cubierta por los hilillos de agua, sentirse acariciada. Sintió algo cercano a la felicidad.


Una profesora la llamó y le dijo que regresara al edificio. Cortada de tajo su inspiración, decidió recoger sus cosas y marcharse a casa. Llegó fría y empapada, el malhumor fue creciendo, alimentándose de su confusión, y cuando cruzó la puerta, vio a su mamá en la cocina, fregando platos, limpiando, preparando la comida. Aún tenía puesta la ropa de trabajo salpicada ahora por las gotitas de jabón. Su papá no había llegado y, entonces, el malestar que había sido hasta ese momento como un cachorro de felino, inquieto y fastidioso, alcanzó su máxima altura y atacó sin contemplaciones. Su madre la oyó de principio a fin, su corazón partiéndose en pedacitos mientras las palabras lo atravesaban: oprimida, inútil, ignorante, alienada, enajenada, humillada… y su última palabra “nada”, precedida por las crueles “no valía para”.

Creyó oír en medio de su retahíla ¡Nadezhda, cállate!, en realidad, su madre había balbuceado temerosa “Nadia, cariño, cálmate”. Calló minutos después cuando se agotaron los prejuicios de su mente y la joven mujer que esperaba sentirse la salvadora de su madre, sintió el resquemor de haber sido su verdugo.

Esperanza es mamá, ama de casa y antropóloga. Ocupa su tiempo en los afanes domésticos y las lecturas diarias. Vive en Santa Marta y su escritura lleva esa indómita inspiración del mar y la Sierra en la Perla de América. Esta es su tercera participación en El relato del domingo.

Foto: Kelly Ritta


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Despertó aturdido y sin idea de lo que había pasado... por "suerte" ese intenso resplandor lo sorprendió antes de salir a su rondín diario en busca de alimento, pero al estar dentro de un antiguo monasterio en ruinas, no pudo anticipar que el techo se derrumbaría encima suyo. Cuando pudo librarse de los escombros, comprobó lo que todos los seres de esta tierra habían temido: que “ellos", con su proverbial necedad, habían desatado el eterno invierno sobre el que sus antepasados habían profetizado. Sólo veía parajes yermos, oscuridad y muerte, mucha muerte a su alrededor.


Se olvidó de su hambre y se dedicó a buscar algún rastro de vida por varios días. Recordó algunas guerras que había presenciado, pero se dio cuenta que esto no era como aquellas, porque, sin la salida del sol, no tenía necesidad de ocultarse. Todo resto biológico que encontró estaba quemado, todo hecho cenizas.


Después de muchísimo tiempo de escudriñar y faltando poco para rendirse, en un búnker muy escondido encontró lo que buscaba: un ser humano. Estaba en mal estado, tosía, tenía llagas, y era notable que padecía desnutrición, pero si lograba mantenerlo con vida, le serviría de alimento para acallar la sed eterna de los de su raza.


Recordó que muy cerca había una tienda de víveres con diversas latas de comida cuyo contenido le sentarían muy bien a aquel ser humano. Corrió hacia la tienda con el escaso ánimo y la energía que le quedaba. Le pareció extraña la sensación de cansancio, pero recordó que tenía meses sin alimentarse y se sorprendió a sí mismo cuando se relamió los colmillos pensando en la cálida viscosidad y el sabor a hierro de la sangre. Recogió cuantas latas pudo, sin saber qué contenían con exactitud, ya que las etiquetas se habían quemado. Regresó donde el humano y comprobó que su estado estaba agravándose vertiginosamente. Se apresuró en desempacar las latas que consiguió sólo para darse cuenta que ¡no tenía abrelatas! Lo intentó con un cuchillo y no pudo. Regresó a toda prisa a la tienda, buscó por horas y finalmente lo encontró. Cuando llegó a la cabaña donde se había escondido, atestiguó una escena que no pudo anticipar: su humano había muerto y dos grandes lobos que salieron de quién sabe dónde, cuyo estado también era casi agonizante, lo habían devorado para salvar sus propias vidas. Era notable la lucha frenética que tuvieron que tener entre estos dos lobos por la carne del cadáver humano. Eso no impidió que ambos continuaran vivos, en precarias condiciones.


La escena lo desquició casi por completo. Encaró a cada lobo y les dio muerte. Con mucho asco, pero también con mucha hambre, clavó sus colmillos en ellos y bebió su caliente y asquerosa sangre con el propósito de darle algo de alimento y vitalidad a su cansado cuerpo, que, aunque eterno, se demacraba con cada minuto que pasaba.


Alcanzó a dormir un poco, cuyo descanso era, sin dudas, producto de la saciedad.


Cuando despertó, recuperado y vital con esa sangre aberrante, comprendió que no estaba solo en este decadente mundo, que sus dominios de caza se habían extendido hasta más allá del horizonte y que su andar en la tierra no pararía hasta encontrar a otro humano con el que pudiera alimentarse; a otras bestias o a alguien de su raza con el cual compartir la eterna cacería que, no sabemos si para su desgracia, no acabaría jamás. Sonrió sin convencimiento con este pensamiento y echó a andar hacia el oscuro horizonte.

Por: Patricia Valkyria.

Martha Patricia López García, nacida en Tampico, Tamaulipas (México), es una enigmática mujer que se considera fanática de los relatos de horror y de los gatos. Tiene la firme convicción de consolidar una serie de textos a manera de diario, que por lo pronto permanecen inéditos. Ha participado en El Relato del Domingo con: La Maldición e Incubus

Foto: David Selbert


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*Este relato surgió gracias al relato Candelaria de Catalina García Suárez y supone una continuación de esa historia.

No tiene opción de no acudir a la cita diaria con sus clientes. Lleva allí varios años y su reputación es ganada a pulso. Solamente uno de sus clientes, algo loco, le exige, como rutina infaltable, un café del día anterior.


-No me vaya a dar el de hoy que usté sabe cómo me pone ese.


El agüero de Milton nació cuando se ganó un chance jugoso el mismo día que se bebió un café de los de Candelaria que había olvidado en un termo la noche anterior.


-Acá tiene su cuncho, don Milton, siempre que venga se lo traigo con el favor de Dios.

El único día que le mintió a su mejor cliente fue cuando perdió todo el café porque una lluvia de piedras le tumbó el carro y los termos y la menuda para las vueltas y tuvo que salir corriendo.


Desde entonces, -gracias al Señor -se dice, no ha vuelto a haber operativos de la policía y esos vándalos andan tranquilos. Al fin y al cabo, ni la venta de bazuco o marihuana, ni el intercambio comercial de celulares robados, son amenazas para su negocio.


Cuando se puede en lo que ella llama “vasitos de icopor”, pero cada vez menos. El vasito de plástico está llegando más barato porque el poliestireno expandido ha comenzado a perder circulación. Candelaria ya sabe que puede comenzar a conseguir vasitos de cartón a mejor precio, pero necesita comprar muchos y todavía no le alcanza el dinero.


-Tinto a quinientos, tinto a quini…

Por: Pipe Jiménez (1976) Relato escrito en febrero de 2022 y basado en la idea original de Catalina García Suárez sobre Candelaria porque tiene potencial de convertirse en un cuento más largo. En Plaza España, ubicada en la localidad de Los Mártires en Bogotá, ocurren muchas dinámicas sociales donde cientos de personas buscan sobrevivir. Estos dos relatos son apenas dos ficciones basadas en la observación de la realidad.

Imagen: Thiago Giardini



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