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Despertó aturdido y sin idea de lo que había pasado... por "suerte" ese intenso resplandor lo sorprendió antes de salir a su rondín diario en busca de alimento, pero al estar dentro de un antiguo monasterio en ruinas, no pudo anticipar que el techo se derrumbaría encima suyo. Cuando pudo librarse de los escombros, comprobó lo que todos los seres de esta tierra habían temido: que “ellos", con su proverbial necedad, habían desatado el eterno invierno sobre el que sus antepasados habían profetizado. Sólo veía parajes yermos, oscuridad y muerte, mucha muerte a su alrededor.


Se olvidó de su hambre y se dedicó a buscar algún rastro de vida por varios días. Recordó algunas guerras que había presenciado, pero se dio cuenta que esto no era como aquellas, porque, sin la salida del sol, no tenía necesidad de ocultarse. Todo resto biológico que encontró estaba quemado, todo hecho cenizas.


Después de muchísimo tiempo de escudriñar y faltando poco para rendirse, en un búnker muy escondido encontró lo que buscaba: un ser humano. Estaba en mal estado, tosía, tenía llagas, y era notable que padecía desnutrición, pero si lograba mantenerlo con vida, le serviría de alimento para acallar la sed eterna de los de su raza.


Recordó que muy cerca había una tienda de víveres con diversas latas de comida cuyo contenido le sentarían muy bien a aquel ser humano. Corrió hacia la tienda con el escaso ánimo y la energía que le quedaba. Le pareció extraña la sensación de cansancio, pero recordó que tenía meses sin alimentarse y se sorprendió a sí mismo cuando se relamió los colmillos pensando en la cálida viscosidad y el sabor a hierro de la sangre. Recogió cuantas latas pudo, sin saber qué contenían con exactitud, ya que las etiquetas se habían quemado. Regresó donde el humano y comprobó que su estado estaba agravándose vertiginosamente. Se apresuró en desempacar las latas que consiguió sólo para darse cuenta que ¡no tenía abrelatas! Lo intentó con un cuchillo y no pudo. Regresó a toda prisa a la tienda, buscó por horas y finalmente lo encontró. Cuando llegó a la cabaña donde se había escondido, atestiguó una escena que no pudo anticipar: su humano había muerto y dos grandes lobos que salieron de quién sabe dónde, cuyo estado también era casi agonizante, lo habían devorado para salvar sus propias vidas. Era notable la lucha frenética que tuvieron que tener entre estos dos lobos por la carne del cadáver humano. Eso no impidió que ambos continuaran vivos, en precarias condiciones.


La escena lo desquició casi por completo. Encaró a cada lobo y les dio muerte. Con mucho asco, pero también con mucha hambre, clavó sus colmillos en ellos y bebió su caliente y asquerosa sangre con el propósito de darle algo de alimento y vitalidad a su cansado cuerpo, que, aunque eterno, se demacraba con cada minuto que pasaba.


Alcanzó a dormir un poco, cuyo descanso era, sin dudas, producto de la saciedad.


Cuando despertó, recuperado y vital con esa sangre aberrante, comprendió que no estaba solo en este decadente mundo, que sus dominios de caza se habían extendido hasta más allá del horizonte y que su andar en la tierra no pararía hasta encontrar a otro humano con el que pudiera alimentarse; a otras bestias o a alguien de su raza con el cual compartir la eterna cacería que, no sabemos si para su desgracia, no acabaría jamás. Sonrió sin convencimiento con este pensamiento y echó a andar hacia el oscuro horizonte.

 

Por: Patricia Valkyria.

Martha Patricia López García, nacida en Tampico, Tamaulipas (México), es una enigmática mujer que se considera fanática de los relatos de horror y de los gatos. Tiene la firme convicción de consolidar una serie de textos a manera de diario, que por lo pronto permanecen inéditos. Ha participado en El Relato del Domingo con: La Maldición e Incubus

Foto: David Selbert

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