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Soy hermosa, lo he venido descubriendo a lo largo de mis 37 años. Es obvio que yo no estaba convencida de esto siempre, es más, la gran mayoría de días de mi vida me sentí gorda, cachetona, caderona. Mamá me decía "gorda" por cariño y yo la escuchaba con cariño, pero ese “gorda” no era para mí un gesto sino un juicio.


Todos los santos días de la época escolar me vi en el espejo del ascensor por el que bajaba del apartamento antes de salir a la calle. Me vi también en esa velada proyección de luz que filtra mi imagen en cada vidrio, en las ventanas de los carros, en las vitrinas. Pisaba los charcos que dejaba la lluvia en las calles para jugar a borrar mi gordura en el reflejo ondeante del agua.


Durante la universidad aprendí a decir no y a que mis “no” no fueran siempre escuchados.


Y acá estoy, frente al reflejo de una mujer a la que muchos hombres le coquetean. Oigo las voces de los piropos como una única voz, siempre. Como si todos esos tipos que me dicen “hermosa, mamacita, reina, lindura” fueran un solo hombre.


No sé si cuando salga de este ascensor y reciba el turno para entrar a la entrevista, quien haga las preguntas sea una mujer o un hombre. No sé si me vuelvan a decir: “nosotros te llamamos”. Tengo la experiencia, son palpables los logros y los resultados en mis anteriores trabajos. Me fue bien en la prueba técnica y nunca he tenido algún problema con la prueba psicotécnica. Esta es la novena entrevista que hago en cinco meses y esta desgastante búsqueda comienza a arruinarme emocionalmente.


De todas formas estoy preparada para todo, para decirme: “firmo”, para decirme otra vez, como ayer, como la semana pasada... “este no era el trabajo para ti”.

FIN


Por: Pipe Jiménez (1976) Editor de El Relato del Domingo

Con este relato comienza una serie de relatos a manera de diario polifónico sobre el desempleo que pronto anunciaremos...

Imagen: CottonBro




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La máquina más silenciosa, pero no necesariamente la menos atractiva, permanecía solitaria como si esperara que alguno de esos visitantes se atreviera a interactuar con ella. Lo primero que pensé fue que posiblemente estaba dañada o desconectada. De acá para allá y de allá para acá, niños y niñas de todo tipo de edades, brincaban de una máquina a otra, con el sigiloso cuidado de sus acudientes. Para accionar cualquiera de las máquinas había que comprar una tarjeta cuyo saldo iba reduciéndose cada vez que una mamá, un papá, unos abuelos, un hermano o alguien deslizaba la tarjeta por una fina ranura.


Mi sobrina no sabía cómo contener la emoción de la sobre-estimulación auditiva del recinto, los dibujos de las máquinas, sus trampas de marketing le eran casi todos igual de atractivos.


Quise dejar que ella decidiera con cuál comenzar y su primera opción fueron los carros chocones. El abuelo se subió con ella al carro y como a él le fascinan los carros y en general las máquinas, la niña no pudo tener mejor compañía para esa aventura. Fue inevitable hacer ese flashback a la primera vez que me subí con mi padre, a uno de esos carros cuando niño, unos 35 años antes. La emoción de esquivar el impacto del otro carro y la frustración de no poder evitarlo con el respectivo sarandeo. Mi sobrina apenas alcanzó a pasar el filtro de la estatura establecida para permitir el acceso e impedir que los más pequeños entraran. Los escasos minutos que duró la experiencia le enseñaron, como pude registrar desde afuera con mi cámara, que conducir no es tan sencillo porque es importante entender la lógica del equilibrio entre el movimiento del manubrio y el nivel de aceleración ante la inminente chocada de cualquiera de los co-participantes. Ella apenas alcanzaba a llegar al pedal y como era previsible, fue chocada con intensidad por un niño unos tres años mayor que demostraba destreza y experiencia al volante.


Cuando se bajó, mi sobrina intentó avanzar en un videojuego al que un muñequito divertido saltaba para esquivar obstáculos. No tuvo mucho éxito y la experiencia duró poco.


Al otro lado del recinto, la primera máquina que llamó mi atención permanecía sola, abandonada a su suerte, sin la mayor esperanza de conquistar la atención de cualquier niño.


Hasta que mi sobrina se decidió a probar. Acá, me dije, será un bonito momento para que la niña experimente mejor lo que es la frustración y el engaño. Después de una muy básica explicación de lo que tenía que hacer para atrapar cualquiera de los muñecos de la urna, deslicé la tarjeta. Una luz se encendió y la palanca le permitió mover el brazo de metal para ubicarlo encima de los muñecos. No supe discernir en ese momento cuál de los ositos, o cuál de los otros animales de peluche había llamado más la atención de la niña y su afán por oprimir el botón para que el brazo metálico descendiera, me frustró a mí primero porque habría querido ofrecerle algún tipo de táctica a mi sobrina para maximizar las posibilidades de éxito. El brazo bajó y fingió agarrar el muñeco más grande, pero como es apenas esperable, al cerrarse sus dedos, el peso del peluche impidió que fuera atrapado y de manera automática retornó a su lugar inicial, sin la presa. Mi sobrina pensó que había operado mal la máquina, que era su responsabilidad haber fracasado y me dijo que quería volver a intentarlo.


-Ora vez, otra vez, insistió.


-María Antonia, trata de no espichar el botón hasta que lleves ese brazo al lugar donde quieres que baje para agarrar el que quieres.


El segundo intento fue aún más frustrante porque debido a un acto de reflejo extraño, la niña le oprimió el botón muy rápido y el brazo se bajó casi que en el mismo punto de partida.


-Otra vez, otra vez.


-Bueno, María Antonia, pero ten en cuenta que no siempre vas a lograr sacar el muñeco, el peluche, el osito. Estas máquinas están hechas para que no siempre podamos lograrlo y tengamos que deslizar la tarjeta y pagar una y otra vez. Dale, inténtalo de nuevo…


El tercer intento la ocupó más tiempo, la niña esta vez pensó mejor hasta donde llevar el brazo antes de confiar en su suerte y oprimir el botón para accionar el descenso del brazo en cuya punta los delgados dedos retransmitían el brillo, a manera de espejo difuminado, de alguna de las otras máquinas.


Entonces comencé a entender la soledad de la máquina. Ya muchos niños y sus acudientes, muchas niñas y sus familiares, habían sido previamente decepcionados. Ya nadie confiaba en la máquina. Perder no es siempre tan divertido.


La siguiente lección para mi sobrina fue la del valor de la tarjeta. Una pantallita nos anunció que no había saldo suficiente para operar la máquina. La deslicé y le dije a la niña:


-Mira, se nos acabó el dinero, la tarjeta ya no sirve para que comience a funcionar otra vez.


A la niña la visitó un llanto de esos que parecen inatajables y cuyo escándalo podría irritar a un sordo. Le volví a explicar que esas máquinas tenían esa manera de funcionar para que uno siempre crea que puede sacar el peluche, pero que no era tan sencillo. El porqué de la niña intentó ser calmado con una improvisada explicación sobre el material de los dedos en la mano al extremo del brazo. Era evidente que ese metal resbaloso no agarraría fácil cualquier peso, pero esto no era tan sencillo de explicar.


-Mira, ningún niño tiene muñequito o peluche, ninguno ha logrado sacar alguno, mejor busquemos otro juego.


La niña se dejó llevar por la música de un trencito que comenzó a funcionar a unos cinco metros.


-Tío, ahora este, ahora este.

FIN

Por: Pipe Jiménez (1976) Editor de El Relato del Domingo.

© Todos los derechos reservados 2022.


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Mentes agobiadas

por un

vacío

sin sentido,

con prisa

vuelan

sin ningún cometido.


¡Oh qué triste es la vaciedad!

Precaria en lo más vital,

que al hombre consume

en su eterna oscuridad.


¿Qué es de aquel que se deja llevar

por la desesperanza y oscuridad?

¿Perdición, soledad, desequilibrio

o, deseo de salir con animosidad?


Si me lo preguntan: no lo sé.

Sólo diré que aprendí

a no dejarme caer.

A permanecer con las certezas

no de lo que sé

sino con las convicciones que decidí

para no dejar de crecer.


¡Oh qué triste es la vaciedad!

Precaria en lo más vital,

que al hombre consume

en su eterna oscuridad.


Un giro

se vislumbra,

tras el sosiego de una candela

que

a pesar de sombras

alumbra

a la humanidad

que se congela.


Rayos de esperanza

vagan por la inmensidad,

pero no hay quien alcance

los bellos haces de su bondad.

Autor: Juan Manuel Garzón Santafé

Juan Manuel es un joven religioso de la Orden de Agustinos Recoletos que tiene gusto por la música, la literatura y claro, la poesía. Estudió filosofía en el Seminario Mayor San Agustín de la misma Orden y actualmente se encuentra en el último año de Teología en la Universitaria Agustiniana. En el tiempo libre se dedica a leer y escribir sobre temas relacionados a sus estudios.

Síguelo en twitter como @_JuanMa182DT

Imagen: ArtHouse Studio

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