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Los registros en el Gran Libro de la Historia dan cuenta de una población en el norte de Suramérica, surgida al amparo de la rivera de un río acaudalado y que, poco a poco, fue creciendo hasta contar, hoy en día, con unos mil habitantes. El municipio ha sido saqueado cientos de veces por la corrupción y es víctima del abandono del gobierno local y estatal. Sus habitantes, cansados de quejarse y quejarse por el mal manejo de los recursos públicos, decidieron albergar sus esperanzas en nuevos profetas.


-Mi vida, mañana es el evento de Don Honorio- le dice Ernesto, el panadero, a su esposa.


Magda, un poco más escéptica, asiente, pero enfoca sus esperanzas en los lazos que consolidará cuando se encuentre de nuevo con el coro. Preparan una presentación que expulsará el rencor que llevan ante tanta incertidumbre.


A unos doscientos metros, se concreta un diálogo parecido. El compromiso social parece estar consolidándose. Es importante la jornada que les espera:


-Sí señora, mañana nos vemos en la plaza, doña Gladys, le dice el carnicero Humberto a Gladys Preciado, la mujer que se casó con el Alcalde.


El Alcalde, aliado de Honorio, ha ordenado limpiar la plaza central y las calles aledañas. El alumbrado público ya no tiene aquellas grietas en su infraestructura que amenazaban predominar a la penumbra.


El municipio en general luce más lindo y limpio que de costumbre. Más ordenado, más amigable.


El director de la clínica autoriza al personal que no tenga nada muy urgente para que asistan al evento. Llena un informe no oficial que da cuenta de un estimado de participantes al evento. Es su cuota y recibirá un incentivo.


El Gran Almacén fijó un horario de descuento especial durante la mañana para cerrar a la hora del evento y así no perder muchas ventas.


Don Ernesto, el panadero, anunció que hoy abre su negocio más temprano. Y avisó que también lo cierra más temprano. A la hora del evento, todas las tiendas y los establecimientos públicos están cerrados. Prácticamente todos los habitantes están congregados. Don Orlando lleva una nevera portátil de poliestireno expandido repleta con paletas de agua y helados de leche para vender durante la gran visita. Los repartidores del periódico local acataron la orden de entregar los ejemplares media hora más temprano. Se repartió una edición especial dedicada a la coyuntura. En primera plana, a todo color, una foto del personaje y un "BIENVENIDO DON HONORIO" gigante.


Durante todo el día se ha sentido un extraña armonía en las calles. La tranquilidad y la concordia dominan el clima de toda la jornada. Esperanza y optimismo parecen definir al municipio y a sus habitantes.


El único lugar que permanece abierto es la Biblioteca Pública que, como se acostumbra cada sábado, no recibe visitas. Germán, el bibliotecario, no quiere asistir al evento. Cariñosamente lo llaman “Don Mudo”. Nadie espera a Don Mudo por allá.


-Más de lo mismo- piensa Germán.


Llegan las tres de la tarde y se colma la plaza central. Hay gritos de emoción entre los vecinos cuando un rumor desatina la llegada de Honorio. Los habitantes parecen estar alucinándolo. Hay quienes sostienen que ya lo han percibido, antes de que llegue, en múltiples ocasiones. Dicen que previo a su visita, se posa siempre con un riguroso encanto el arcoíris. Dicen que nunca llueve cuando Don Honorio los visita.


Honorio llegó temprano, viene de "La Capital". Hace cuatro años no visita el municipio. No se siente perdido porque todo sigue igual a cuando lo dejó. Lo único que nota es que hay más silencio y menos basura.


La Jefa de Protocolo da la orden de maquillaje, el último retoque antes del discurso.


Cuando un micrófono confirma la presencia de Honorio, se repercute en todas las esquinas el ruido y la algarabía. Hay sonrisas y festejos en la plaza central. En medio del festín, todos olvidan la actas registradas en las reuniones de las asociaciones civiles, creadas para enarbolar las banderas del cambio. Éstas fueron politizadas por sus líderes. Algunos de los pobladores intuyen que más que ciudadanos, son cifras, pero no atinan a reprocharlo porque anhelan un vínculo, algún tipo de confirmación que reafirme su identidad al "todos".


Lo que ignoran es que Honorio Bautista escaló en el Poder Central gracias a corruptelas y trampas legales.


Suena un pito estridente que perfora las nubes cuando Honorio toma el micrófono...


-"Ciudadanos, ciudadanas, vecinos, amigos y amigas..."


No es nuestra misión perpetuar el discurso completo del político aplaudido en tarima. No vale la pena contar las serpentinas que vuelan sobre el aire cada vez que Honorio dice la palabra “Pueblo”. Tampoco es nuestra misión dar cuenta de cuántos nidos se quedan sin pájaros, gracias el estruendo implacable de los voladores y la pólvora.


Salvo por leves cambios, el discurso es una adaptación del discurso que Honorio lleva a todas las tarimas.


Los habitantes, sumisos y adormecidos, se callan durante las promesas. Y luego aplauden para que Honorio tome aire. Y el gentío, ciego, agachado, sordo y cómplice, se llena los oídos y el alma de falsas esperanzas...


-Les tengo una propuesta, este es el momento ¿necesitan decirme algo? ¿Qué nos está haciendo falta? Pidan, pidan, para eso estoy acá. Es el momento del pueblo. Hoy no vengo a prometer, hoy vengo a escuchar, a otorgar.


Magda y los del coro se miran sin decir nada. Con las cejas se entienden, no es momento para su acto. La gran presentación ocurrirá otro día.


Los otros pobladores, sorprendidos, se miran las caras. Este no parece el mismo Honorio. ¿Pedir? sienten que vinieron a aplaudir, no a exigir. Sin inmutarse, casi sin parpadear entran en estado de shock. Ni una voz dice nada, parecen dormidos, pero con los ojos abiertos, parecen drogados, sedados.


Germán, el bibliotecario, que ignora lo que sucede en la plaza, siente un punzón en el pecho, se levanta de su escritorio y suspira.


-Hoy tampoco vendrá nadie- se dice.


Apaga la luz y antes de cerrar, un brillo de un fósforo delata la presencia de una niña que intenta ocultarse detrás del mueble donde reposa el Gran Libro de la Historia, cuyas páginas han sido escritas con letras de oro. Un libro que seguirá escribiéndose.


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-¿Qué haces acá?


-Me aburren los gritos, no me saque Don Mudo. Déjeme dormir acá.


-Mi nombre es Germán, no Mudo. ¿Cuál es el tuyo? Tus padres te deben estar buscando, no puedo dejarte acá solita.


Germán conoce los apellidos de la niña, pero no recuerda el nombre. Sabe perfectamente dónde llevarla, pero quiere que ella vaya sola.


-Por ellos que me muera, quieren es al señor ese que vino al pueblo, lo quieren más que a todo en el mundo. Lo aman.


-Vamos, no puedes quedarte acá...


Dos meses después ocurre la votación. Cerradas las urnas y contabilizados los sufragios, una mayoría unánime le da el poder a "Don Honorio". El ruido retorna a las calles, el gran carnaval de la supervivencia. Las quejas, los reclamos y las denuncias vuelven a retornar a sus espacios habituales.

FIN


Cuento escrito por Luis Felipe Jiménez y cuya primera edición se publicó el 8 de marzo de 2015 en otro medio. La segunda edición que hoy publicamos hace un giro dramático al argumento, incorpora un par de personajes y propone un giro al desenlace.


La segunda edición de esta historia surgió como un diálogo del autor con otro relato muy corto titulado Resistencia, cuyo personaje se parece bastante a Germán, el bibliotecario. Bien podrían ser la misma persona.

© Todos los derechos reservados 2022.

Imagen: Lilartsy








Nunca me atrajo la música bailable. Sentí un irremediable impedimento para expresarme a través del cuerpo junto con otra persona en un lugar público. No como en el sexo, donde mi expresión fluye, pero nadie más es testigo, sólo las personas involucradas. “Música merengue”, llamábamos a las canciones de Juan Luis Guerra, ahora si no estoy mal, lo llaman “Bachata”. Soy un ignorante completo de esos géneros porque no me gustan, no los disfruto. La música salsa sí me gusta, la rítmica, la clásica.


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En cambio la salsa de alcoba, la romanticona, la que es más un sonsonete dulzón con letras cursis, esa no es la mía. Mucha miel para mi gusto. En general, casi todas las músicas me gustan. Me incliné por la percusión desde el cuarto grado de primaria, el rock me sedujo muy rápido. Antes del obsesionarme con un tipo de rock, lo confieso, fui seguidor de bandas de pop como Roxette. En esa banda encontraba el ritmo de la batería que necesitaba para comenzar a tocar. A comienzos de los años 90, conocí el concierto unplugged de Pearl Jam y vi su interpretación de Rocking in the Free World junto con Neil Young. Tocaron también “Animal” de su disco Vs y quedé matriculado como ferviente seguidor de ellos.


Muchas cosas pasaron entre esos años de adolescencia y el 13 de noviembre de 2011 cuando, con unas amigas, fuimos juntos al concierto de Pearl Jam en el Estadio Único de la Plata, muy cerca a Buenos Aires, Argentina.


Casi dos años antes, en un quirófano ubicado en el centro de Bogotá, un valiente cirujano me quitó el intestino grueso que había estado enfermo durante años y tras su colapso, no había más remedio que prescindir de sus inexactos servicios.


Los primeros diez días después de la cirugía tenía totalmente prohibido comer o beber cualquier cosa. No podía ni siquiera pasar agua. La alimentación asistida y el suero me mantuvieron vivo hasta que terminaron de sanarse las heridas internas y mi cuerpo pudo recibir el primer alimento digerible, la primera dieta líquida. Adaptarse a vivir con una bolsa de ileostomía ha sido un proceso largo y una de las más importantes pruebas de esta experiencia fue la de tener que cambiarme la bolsa en medio del público que asistió al concierto de Pearl Jam, la noche del 13 de noviembre de 2011. La bolsa que llevaba en el cuerpo colapsó porque cuando ingresé al estadio, lo primero que hice fue buscar un baño público para cambiar la que había llevado puesta desde la mañana. Pero algo hice mal cuando ubiqué la bolsa de repuesto en la barrera que iba adherida a la piel de mi abdomen y la bolsa no quedó perfectamente ajustada, de tal forma que, durante la canción Immortality, sentí que había algo húmedo en mi camiseta.


En medio de la muchedumbre, saqué de mi morral el segundo repuesto de bolsa que llevaba por si sufría cualquier accidente, por si el gentío me la espichaba. Saqué los pañitos húmedos, los guantes y me empeloté, de la cintura para arriba. Las luces del escenario me alcanzaron a dejar ver, intermitentemente, el lugar exacto donde había ocurrido la fuga de materia fecal. Limpié con la escasa destreza de la experiencia para hacerlo en esas condiciones porque había sido entrenado para hacer el cambio en lugares más cómodos, con mucha luz, en baños con espejo. La asepsia, como puede inferirse, no era la mejor en este caso. Al viaje había llevado un especial espejo pequeño con el que me ayudaba para cambiar la bolsa en los hoteles u hostales, bajo todas las condiciones de higiene, pero en el estadio no había remedio ni alternativa, no podía ni siquiera moverme del lugar porque tenía una buena ubicación y el solo desplazamiento a un baño del estadio habría generado algún desastre. Literalmente estaba cagado. Estaba viendo mi banda favorita y el concierto no llevaba sino 8 canciones, el gran climax del espectáculo estaba por vivirse y no había más remedio que guardar la camiseta untada dentro de una bolsa. Dentro de otra bolsa deposité la bolsa de ileostomía dañada, los guantes, los pañitos usados y la cerré herméticamente. Apliqué un desinfectante en mis manos, por si acaso y como llevaba un buen saco, me lo puse mientras Eddie Vedder cantaba:


“Vulnerable, wisdom can't adhere...

A truant finds home...and a wish to hold on”


“Vulnerable, la sabiduría no puede adherirse...

Un vagabundo encuentra su hogar... y el deseo de aguantar”



Comprobé que todo volvió a la normalidad y disfruté una de mis canciones preferidas, una de esas que la banda no toca muchas veces en vivo, pero que encuentro fascinante: “You Are”.


Estaba vivo, estaba feliz y Pearl Jam todavía no había tocado la canción “Alive”. No era momento para llorar por el accidente con mi bolsa de ileostomía, era una celebración.

Por: Pipe Jiménez (1976) Editor de El Relato del Domingo

Este relato es una guía para los que quieran participa en la #ConvocatoriaOstomías. Tiene 812 palabras. Cualquier texto participante puede ser de mínimo 8 palabras y máximo 888.

Me desnudó una pregunta de una amiga. ¿Es más fácil escribir sobre uno mismo que crear una ficción?


Sin matices no es posible responder a esa inquietud.


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Algunos temas sobre uno mismo son más sencillos de narrar que otros. Hay temas más sencillos de compartir. ¿Y en cuanto al cómo, a la forma? Si me impongo un límite de espacio para narrar acerca de una enfermedad o un padecimiento, siento que puedo dejar algo por fuera. Contar algo íntimo, hacerlo público, ofrece un desafío en el que se ven confrontadas dos realidades.

Primero, urge no mostrarse débil para que lo narrado no parezca un ruego en búsqueda de conmiseración o lástima. No resulta lindo verse en el lugar de los que explotan el dolor de sí mismos para recibir algo a cambio y menos si lo que se recibe es una mirada lastimera. Cuando padeces una enfermedad no necesariamente quieres ser visto como alguien más débil o incapaz. Imagino que, de alguna forma, esto es lo que deben sentir las personas que han sido violadas o abusadas cuando le dicen a alguien “no me revictimices”. Ya tiene uno suficiente con padecer una enfermedad o una lesión, para que desde afuera sólo se reciba, así sea por cariño, el rótulo del enfermo o el karma del disminuido.


Por otro lado, escribir sobre un padecimiento es confrontarlo desde lo más puro del mismo: el dolor que ha causado. Es sabido que un mecanismo de protección para seguir vivos opera desde la negación. Este mecanismo tiene un doble poder: por un lado, te aleja de asumir lo que padeces y por otro, impide que eso que te duele sea más fuerte que tú mismo. Cuando escribimos sobre el dolor, debemos desnudarlo, comprenderlo, asimilarlo, dejarlo ser. Y muchas veces no somos capaces de hacerlo porque ese proceso es también doloroso. Es más fácil olvidar, seguir el consejo que dan a quien, por ejemplo, sufrió un accidente: “ya pasó, piensa que cada vez te va a doler menos, cada vez vas a estar mejor”. Pero olvidar es prácticamente imposible. Por eso negamos, por eso algunas personas no quieren hablar de su enfermedad, de su dolencia, de su padecimiento. No quieres que el proceso de compartirlo te produzca un nuevo dolor o te recuerde el dolor inicial con tal grado de nitidez que la elaboración de un texto literario o anecdótico, como dije antes, termine revictimizándote.


Soy consciente que la #ConvocatoriaOstomías (click para conocer más) en la que invito a pacientes, familiares, cuidadores, personal médico o cualquier persona interesada en contar alguna experiencia en torno a vivir con una bolsa de ostomía, puede generar angustia en algunas personas. Muchos no querrán que se sepa su condición, muchos están en el proceso de aceptarse, de adaptarse a un dispositivo externo a su cuerpo.


El 17 de marzo de 2010 desperté con una tripa por fuera. Cuando la vi por primera vez, no entendí qué era eso y me asusté. Había sido advertido que posiblemente tendría que vivir unos meses con una bolsa de ileostomía, pero no sé si por la misma negación, durante la explicación del cirujano antes del procedimiento, no capté que una parte de mi intestino delgado iba a quedar por fuera de mi cuerpo. El único mensaje que me quedó perfectamente claro, aquella noche de marzo, fue que la cirugía era complicada y que podía morir ese mismo día. El relato que comparto ahora, titulado Empelote Público, narra los hechos ocurridos durante un accidente que viví frente a unas 40.000 personas. Todo sucedió, precisamente, durante uno de los momentos más felices de mi vida…

Por: Pipe Jiménez (1976), Editor de El Relato del Domingo

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