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Biorelato

Autor: Álvaro Valencia* (Bogotá,1977)

Terminé de arreglarme. Salí del baño y abrí la puerta del cuarto. Ella permanecía inmóvil en la cama, esperando mi despedida, como siempre. Me acerqué con recelo para no ser muy cariñoso. Le acaricié el hombro que se asomaba contrastando fuertemente con el blanco de la colcha y del cuarto. La luz se colaba intensamente por las rendijas del black-out, dibujando unas fuertes franjas destellantes en el piso y sobre la cama. Ella se volteó histriónicamente adormilada y tibia me dio un pequeño beso en los labios. Muerto de la envidia, casi le ordené que siguiera durmiendo. Como siempre. Bajé en el ascensor, muy contento, con saco nuevo y mis viejos pantalones de pana negra.


Encendí el iPod, preparando todo para el amable trayecto desde su edificio hasta mi oficina. Diez o quince minutos caminando, la mañana sobre el Parque del Virrey… It´s a fine day. Opus III sonó en los pequeños audífonos mientras la puerta del ascensor se abría para dejarme ver el primer piso. Crucé la estancia hasta el puesto del vigilante. Me despedí con una enorme sonrisa en la boca, murmuraba, feliz, entre dientes, la canción. Se me entrecortó apenas sentí un rasguido seco que atravesó la música, se atravesó entre la despedida ese rasguido duranre mi paso en el pequeño escalón. Por no ser evidente, preferí seguir como si nada, a pesar de que noté la reacción del hombre ante el singular ruido. Continué; para que nadie lo notara en la calle, preferí ignorar el percance y posponer una revisión minuciosa, al menos por otro rato. Un poco más adelante, con un palpo rápido y una mirada por encima, detecté que tenía un pequeño agujero justo debajo de la cremallera, en mi pantalón. Se ocultaba a sí mismo por el pliegue de la pierna. No me preocupó para nada. Seguí caminando, sintiendo el viento todavía tan frío en la cara y el sol tibio de las siete de la mañana en la espalda. Cuando llegué a la oficina pude revisarme con tranquilidad. No habría ningún problema siempre y cuando no pretendiera abrir mucho las piernas. Al salir del trabajo decidí comprar un Charlie´s de camino a casa. Llegué el restaurante. Pedí dos Charlies, esa mezcla entre humburguesa y sánduche de roastbeef. Ambos con salsa horseradish, también pedí papas fritas, una malteada grande de fresa y mucha mostaza, todo para llevar. El hoyo en mi pantalón había aumentado un poco de tamaño durante el día; casi se me había olvidado. Tuve un grave descuido al cruzar las piernas cuando me senté a esperar que despacharan mi pedido, creció dramáticamente, despidiendo el mismo sonido seco de esta mañana. Ahora el agujero en mi pantalón había aumentado el diámetro, más de cinco veces, desde la última revisión. Mi piel, blanca, atravesaba el fondo negro de pana, asomándose por la enorme rendija, como los rayos de luz que se colaban por el black-out, temprano, al salir de la habitación. Apenas observé que el pedido estaba listo, me acerqué rápidamente a la barra y recibí dos bolsitas plásticas con mi comida. Serían el objeto perfecto para ocultar el gran hoyo…


Salí del establecimiento tapándome muy disimuladamente, cargando las bolsas pegadas a mi cuerpo, a la altura de mi cintura, de manera muy casual y efectiva para cubrir mi súbita y avanzada revelación nudista. Detuve un taxi, el primero que pasó, de los pequeñitos, de los que te sacan de apuros.

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Me subí. ¡Maldición! al montarme sentí de nuevo el ruido seco desde mi pantalón. ¡Realmente se estaba deshaciendo! Me resigné, calmadamente distribuí las bolsas sobre mis piernas para taparme como pudiera. Sentí el calor de la comida a través del plástico sobre mi piel; respiré muy hondo y abrí la ventana. Me llamó la atención el tamaño del conductor. Era enorme para ese carro tan pequeño. No había terminado de indicarle hacia donde nos dirigíamos, cuando el gran hombre comenzó a pitar cómo si nunca antes lo hubiera hecho. Gritaba, pitaba, maldecía, vociferaba, y despotricaba mientras me decía que le enfurecía la gente que paraba en la mitad de la calle. Insistía con furia que odiaba a los oligarcas porque “creen que por su dinero, son los dueños de la ciudad”. Justo al frente nuestro se encontraba estacionado, pegado al andén, un enorme auto alemán con tres ancianos adentro. Por la ventanilla de la parte de atrás, frente a tal escándalo, se asomó una tierna ancianita. Con la voz entrecortada y tímida, repetía que el auto se había descompuesto. El conductor del taxi se abrió paso, como pudo, hacia la izquierda y adelantó al auto alemán, mientras continuaba pitando, gruñendo y renegando. Yo consentía con mi cabeza a todo lo que él afirmaba, pensando más que todo en el gran hoyo de mi pantalón y cómo haría para bajarme.


Dimos la vuelta en la Ochenta y Dos para coger la Carrera Once. Más adelante, en la Setenta y Nueve, había un taxi estacionado con la puerta del conductor abierta, junto al andén izquierdo, detrás de una moto. Sobre el andén se encontraban discutiendo el conductor del taxi y el de la moto, protegido detrás del casco. Sentí como el auto frenó intempestivamente. Pude ver al grandote conductor bajarse del carro sin siquiera contar con mi opinión sobre lo que se prestaba a hacer. Dejó el motor encendido, maldijo, renegó cien veces y efectivamente, ese ímpetu de indignación excacerbada lo hacía ver más enorme. El gigante avanzó como un oso directamente hacia donde se encontraban los dos hombres, mientras de manera amenazante y violenta preguntaba qué había sucedido. No hubo respuesta. La gente alrededor se asustó. Alguien avisó que el motociclista había dicho que tenía un arma. El gran oso se enfureció aún más. Gritó un poco, agarró de la chaqueta al hombre de la moto; le dio dos vueltas, lo requisó a empujones de pies a cabeza y maldijo otras cien veces porque no le encontró ningún arma. Yo pude respirar otra vez. El hombre del casco, en un principio envalentonado, parecía ahora un enorme muñeco de trapo. No supe qué hacer. Me quedé simplemente observando, impávido. La gente en los otros carros pasaba gritando de todo, acerca de la no violencia, la cultura ciudadana y esas cosas. Me miraban como si yo hubiera tenido algo que ver. Pensé en bajarme, en correr, en decirle gracias y acercarme a pagarle lo correspondiente a una carrera mínima por dos cuadras. Pensé que en la mitad de todo el ajetreo lo mejor era salir de ahí para preocuparme tranquilamente por mi pantalón. Me urgía pensar en cómo camuflarme hasta llegar a mi casa. De repente, un humo blanco comenzó a salir del motor de mi taxi. Se había recalentado. El vapor cubría ya todo el frente. Sonreí un poco. Me asomé por la ventana y le grité a mi conductor, con algo de curiosidad: ¨¡Mano, se le está quemando el carro!¨ El hombre se olvidó inmediatamente de la requisa y la amenaza; vio la enorme nube blanca de vapor saliendo del frente de su auto, empujó violentamente al hombre de la moto hacia atrás y corrió de vuelta al carro. Abrió un poco la tapa del motor. La gente se calmó un poco.


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El conductor se sentó en su silla y arrancó con la aclaración no muy satisfactoria que el vapor se debía a que no estábamos en movimiento. Continuó avanzando por la carrera Once. Vi al de la moto correr hasta su vehículo que muy rápido se propuso arrancar y escapar lejos de mi amable conductor. Le dije que parara para que yo pudiera bajarme, que debería llevar su auto al taller, porque podía tener un hoyo en el radiador y se podía quedar varado en cualquier parte y en cualquier momento. El hombre me contestó que no había ningún problema, que siguiéramos, él y su pequeño y vaporoso taxi me llevarían hasta dónde habíamos pactado en un principio. No quise discutir. Preferí aceptar la oferta y mantener mi palabra. Me quedé sentado y comencé a hablarle de mecánica. Realmente no sé mucho acerca de autos, pero pude darle bastantes consejos para que no se fuera a quedar varado por ahí. Es probable que mis conocimientos sobre mecánica no gurdaran la experticia que se supone debe tener alguien que se dedique al oficio de este enorme conductor, pero tuve un carro que se recalentaba y pensé que dicha experiencia podría serle útil. Me bajé a dos cuadras del edificio, por fin en mi hogar ubicado en la calle El Oasis. ¡Al fin, el recorrido había terminado! La espera, la incertidumbre, el miedo… Apenas pagué y estiré la pierna para salir del carro, sentí otra vez el ruido seco de la ropa que se rasga. Esperé a que el semáforo cambiara y crucé la calle; descendí caminando por el andén hasta la puerta de mi edificio, con todo el muslo izquierdo descubierto. Ya no hice el más mínimo esfuerzo por taparme, frente a la mirada curiosa e inquisidora de toda la gente observándome, avancé paso a paso hasta mi puerta, cubierto por la dignidad expresada en la suerte de seguir vivo, con las bolsas de comida rápida en las manos y la mitad de la parte inferior de mi cuerpo, completamente expuesta. FIN

Papá de Miguel, artista visual, creador digital, emprendedor, guitarrista. Fundador y CEO de Aural Networks, Su genialidad lo ha llevado por distintos ámbitos en varias industrias donde ha liderado exitosos equipos de trabajo. Síguelo en instagram como @Pholonio

Autor: Jean Pierre ‘Jampi’ Cobo* (Cúcuta, 1996)

Un joven hombre acababa de finalizar sus estudios universitarios de Enfermería. Desde sus años de adolescencia, los sueños de este hombre eran graduarse como médico, comprar vivienda, vehículo y claro, conocer una mujer simpática para casarse con ella. El deseo de formalizar una familia, no obstante, no acababa ahí, pues, en la trayectoria de sus estudios universitarios hubo un tema que siempre le intrigó y fue el milagro de la vida poder concebir dos personas exactamente iguales.

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Después de varios intentos fallidos, logró ingresar a la carrera de Medicina en una de las mejores universidades de su país y con ello empezó a realizar uno de sus sueños realidad. Allí conoció a Jennifer, el amor de su vida. Jean Pierre se enamoró perdidamente de ella, de su carisma y carácter arrollador. Los futuros médicos concibieron su relación sentimental a los meses de conocerse.


Luego de unos años, finalizaron juntos sus estudios de Medicina y sin esperar más, el joven protagonista le presentó a su enamorada su romántica propuesta de matrimonio. Al confirmar su vínculo sentimental, el joven le confesó a su prometida un eterno e íntimo deseo que tenía desde sus años de adolescencia, el intenso anhelo de que su esposa pudiera concebir hijas gemelas. Su esposa, sorprendida, respondió con otro de sus más profundos secretos: según exámenes médicos practicados durante su pubertad, las probabilidades de quedar embarazada eran básicamente nulas. Esa noticia llenó de desesperanza y sentimientos de tristeza al joven enamorado.


Los jóvenes se practicaron exámenes y centraron sus voluntades en la preparación para un posible embarazo, pero el ginecólogo no les trajo buenas noticias, los estudios reafirmaban que ella era una mujer estéril. Luego, de unas semanas, durante una de sus noches de trabajo, la pareja fue testigo del nacimiento de unos gemelos. A la mañana siguiente como era ya costumbre y ante lo que pudo haber sido una señal por el par de gemelos que nacieron en el hospital, Jennifer se practicó una prueba de embarazo, cuyo resultado fue positivo.


Entusiasmados compartieron la noticia a sus allegados. La felicidad fue tal que realizaron una reunión con sus familiares y amigos cercanos. En una ocasión, durante su estadía, cuando ella cubría un turno en el departamento de sala de partos, durante el parto de una paciente, Jennifer tuvo un desmayo que la hizo desplomarse e internarse en urgencias.


Apenas conoció lo sucedido, Jean Pierre fue inmediatamente a verla. La chica estaba delicada y la salud de su bebé estaba seriamente comprometida. Él le prometió a Jennifer que juntos saldrían de esta situación más fuertes. A los pocos días la chica cayó en coma y esto generó una tristeza profunda y dolorosa a nuestro protagonista.


Pese al paso de semanas, de días y noches en vela contando historias, Jean Pierre nunca perdió la fe en que su chica se mejoraría. Finalmente, luego de permanecer semanas en estado vegetativo, una luz de esperanza brilló, pues Jennifer, de repente, una mañana comenzó a tatarear con sus labios una canción que ambos escucharon y con la que se conocieron. La ilusión de vivir renacía, a la chica le realizaron exámenes que poco a poco determinaron que sus sentidos volvían a recobrarse y con el pasar de los días, Jennifer regresó a ser la de antes. Increíblemente el vientre de ella seguía alojando vida, por lo que los especialistas recomendaron que se practicara una ecografía con la sorpresa de que, en realidad, el vientre de Jennifer no alojaba una vida sino dos; las gemelas que tanto soñaron iban a ser una realidad y aunque el embarazo continuaba su curso, los doctores mantuvieron hospitalizada a la chica hasta el momento del parto.


Después de un par de semanas, Jennifer efectivamente entró en trabajo de parto y dio a luz a dos hermosas chiquillas, a las que llamaron Julieta y Juliana. Nuestros protagonistas recordaron la promesa que se hicieron desde que se conocieron y desde entonces vivieron felices.

*Jefe de Enfermería, asistente administrativo, amante del Rock, los vídeojuegos, y el fútbol. Tengo 25 años y amo escribir pequeños versos. Cúcuta, Colombia.

Sígue a Jean Pierre en redes sociales como @SoyJampi

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