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-Va a llover

-Aquí nunca llueve –levantó la vista y confirmó-, cuando las nubes están por ese lado no llueve

-Pero la Sierra… tantas nubes alrededor… la ocultan.

-Las nubes deben venir del mar para que anuncie lluvia. Lo que ves es solo ilusión.

-Pero…

-Si tanto quieres que llueva, vete a la Sierra donde llueve todos los días.

-Ah, entiendo, esas nubes se quedan allá.

-Ajá.

-Pues me hace falta la lluvia –suspiró melancólico.

-¿Para qué? Esta ciudad se inunda por los cuatro puntos cardinales. Las aguas van a dar al mar luego de causar estragos a su paso.

-Que mejoren el acueducto y las obras de…

-¡Qué va a mejorar la gente que gobierna!

-Pero he visto trabajos de alcantarillado.

-Lo elemental, ya sería el colmo que nada hicieran, tienen que hacer algo para aparentar.

-Bueno, entonces sí se ha hecho algo.

-Te digo que no han hecho nada que valga la pena.

-Aunque no llueva es un espectáculo ver la Sierra con el manto de densas nubes cubriéndola,abarcándola en su totalidad

-Qué difícil es hablar contigo –murmuró con rabia y con un gesto de fastidio se marchó.

-Calma, calma –lo alcanzó-. Mira esto y esto y eso otro –señalaba a su paso montículos de hojarasca en cada recodo del camino-. Qué hermoso ¿escuchas? una sinfonía otoñal. El ruido de las hojas al caer es el mejor recuerdo de mis primeros años.


Lo miró, atónito, una mueca de espanto y burla se dibujó en su rostro.


-No tienes remedio. Te quedas en pequeñeces.

-Te equivocas, el ulular del viento huracanado en las noches decembrinas es algo grandioso –comentó entre carcajadas.

-Qué equivocado estás.

Recibió en respuesta una mirada de condescendencia que encendió su rabia.

-Naufragamos en la inmundicia, mira a tu alrededor, nada funciona, nada sirve, nada vale la pena y prefieres cerrar los ojos a ver la realidad.


Los ojos compasivos lo miraron con pesar.


-Lo siento, no quiero enfadarte más. Pero te equivocas en algo, yo también tengo los ojos abiertos. Cuando veo el alba encenderse en la oscuridad nocturna. El malva de las nubes y los dorados rayos que iluminan la Sierra. Cuando el sol en la canícula nos ofrece días abrasadores. Cuando en la caída vespertina la luz se torna de insolencia amarilla antes de expirar su último aliento. Y el mar, oh, el mar, con los ojos abiertos admiro la bola de fuego caer en la rizada superficie marina. ¡Qué espectáculo! Y el morro majestuoso, ese gigante dormido con su ojo que guía a esos otros gigantes que entran y salen cada día.


-Tanta barrabasada para no decir nada. Deja la necedad –exasperado alzó sus ojos al cielo, levantó sus brazos con sus manos abiertas mientras lentamente las cerraba en puños impenetrables.


Guardó silencio a su pesar mientras el otro continuaba.


-¿De qué me sirve el amanecer o el atardecer? ¿Acaso sacian el hambre? ¿El sol da dinero para vivir? ¿Con las nubes de colores se pagan los viajes para conocer el mundo? ¿Entiendes? Lo tuyo es necedad. ¿No te das cuenta de que el sufrimiento es la norma en este mundo de angustias y pesares? Sólo existe el dolor con su estela de rabia, rencor, odio, podredumbre.


-Te equivocas. El dolor purifica –respondió en tono sosegado.


La rabia lo inundaba por oleadas, sus ojos despedían fuego y los puños apretados anticiparon la verborrea con que atacó.


El otro lo escuchó en silencio. Pese a la diatriba, no habían dejado de caminar hasta llegar a su destino. Se detuvieron. Y ahora admiraban el panorama que se abría ante sí: una muchedumbre enardecida, rostros deformados por la rabia. Buses incendiados, vidrios reventados, edificios destruidos.


Mientras uno sonreía con sorna y tronaba sus nudillos, el otro siguió con su mirada compasiva la destrucción arraigada en la ciudad ennegrecida. Luego, se detuvo en los ojos, las facciones, los rostros, los cuerpos. Quiso llorar pero ahogó las lágrimas y ofreció el dolor en sacrificio. El otro, orgulloso, le veía con la certeza de que sería el ganador.


-¿Dónde están tus atardeceres de ensueño? ¿Lo ves? ¿Lo entiendes? Han renegado de la belleza. La desprecian. Han caído en el abismo de sus pasiones. ¿Qué puedes hacer? Son míos. Será un tiempo entretenido.


-La bondad saldrá a la luz –le dijo con firmeza-. La guerra está perdida desde el inicio, pero te conformas con el dulce sabor de unas pocas batallas.


Y entonces se precipitó sobre aquella masa informe buscando a quien salvar.


Por: Esperanza Ardila Beltrán* (1981)

Antropóloga, soñadora. Actualmente está dedicada a escribir, a los afanes domésticos y las lecturas diarias. Vive en Santa Marta y su poesía lleva esa indómita inspiración del mar en la Perla de América.

Síguela en twitter como @epselectora

Imagen: Fabiano Rodrigues


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Cuando la venta de arepas se vino abajo por la impertinente competencia que lo sacó de aquella calle en el centro de la ciudad, Matías Perdomo retomó el camino con el papel que lo acreditaba como desplazado.


El subsidio que recibía del Estado no era suficiente para cumplirle al prestamista que lo sacó de apuros.


Cuando lo sacaron de la pensión donde compartía una habitación con 9 personas, decidió retomar su largo camino de vuelta al campo. Supo que estaban buscando recolectores de café y que en una finca, en un lugar remoto, también estaban contratando para cuidar una vacas y supo también que buscaban personas que vigilaran otra finca para impedir que se talaran los árboles de palma.


Rincón, el señor del camión que lo ayudó a moverse hacia su destino, lo convenció para que lo acompañara hasta el puerto. Allí lo único que tenía que hacer era pernoctar dos noches en el vehículo, mientras el conductor hacía una visita de negocios donde un proveedor de quien don Matías no supo ni siquiera el nombre.


-Le doy cien mil pesos por cuidarme esta vaca de chatarra mientras vuelvo.


Rincón golpeó la puerta oxidada del vehículo con un golpe de mano que pareció más un gesto de cariño que un repudio hacia el camión. Le pareció risible que Rincón denominara vaca de chatarra al camión que los sacó el centro del país.


-¿Luego qué es lo que va a hacer usted mientras le cuido el carro?


-Es mejor que no pregunte socio, esto por acá es candela.


Las dos noches las pasó Perdomo con un banano, una botella de aguardiente y dos tamales que no recalentó, pero no le hizo falta.


Cuando se despidió de Rincón, una vez recibió el pago por cuidar el vehículo, no pudo dejar de ver aquellos ojos de trasnocho rojos en contraste con su aliento alicorado. El conductor llevaba una cadena de oro nueva, por fuera de la camisa, como la que llevan los cantantes de música urbana estrenando video. Guardó el dinero en una bolsa que amarró con un lazo a su cintura y arrancó.


Dos días enteros le tardó llegar al lugar donde se contactó con el sujeto que lo ubicaría en su nuevo trabajo.


-Acá no tiene que hacer mucho esfuerzo don Matías-, le dijo el nuevo empleador. Le preguntó por la libreta militar, le entregó un fusil y le informó que un tal Martínez vendría cada 48 horas para el cambio de munición. Se trataba de un mecanismo de control porque si todo salía bien, no tendría que disparar en ningún momento.


-Me dijeron que lo que tocaba cuidar era unas vacas-, le repuso.


-No señor, acá ese negocio ya no es rentable. Acá cuidamos es estos contenedores.


-Ahh las vacas jajaja- interrumpió Perdomo, con la esperanza de aprobar la complicidad sobre algo que apenas comenzaba a sospechar.


-Llámelo como quiera, pero seamos claros, acá no cuidamos vacas. Nuestra mercancía está en estos contenedores. Cada dos días viene un camión y usted firma la entrega y sano.


A Perdomo no le pareció prudente preguntar por el contenido de los contenedores, pero sintió en los ojos de su interlocutor que evidentemente se trataba de algo irregular, quizá algo fuera de los límites legales. Tampoco parecía que en el interior se llevara carne de res, ni nada por el estilo, puesto que no se trataba de cuartos fríos.


Un silencio entre ambos permitió que Perdomo escuchara un susurro generado al interior de aquella mole de metal oxidada, como si adentro se disputaran el espacio un grupo de gallinas vivas o alguna especie de animal inenarrable.


-Mire don Matías… -le dijo el contratante- vamos a ser claros de una vez…


-Acá llegan mensualmente 200 chinos en estos contenedores. Ellos son los que vienen a trabajar, sólo se les da la comida, usted cuida que ninguno se le abra, pero si se le quiere escapar alguno, apunte bien y ya sabe, coma callado…

FIN

Por: Luis Felipe Jiménez (1976) Editor de El Relato del Domingo

Cuento publicado inicialmente el 1 de septiembre de 2019 (primera edición). Corregido y ampliado en diciembre de 2021.

© Todos los derechos reservados.

Imagen: Pixabay



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Amanece nuevamente, es el último domingo del primer mes del año 2018, como la tradición de las familias paisas, estaban haciendo el desayuno con su buen calentado, la mañana transcurría tranquila hasta que se escuchó un grito lloroso que decía: “Mi negro no, no, no y no”. Helena había recibido una nota de voz de Juan Pablo, su hijo mayor. La voz de Juan traía un mensaje aterrador: “Ma que mataron a mi papá”.

El joven iba a comenzar a trabajar repartiendo volantes de una empresa a las afueras del Estadio Atanasio Girardot, pero no logró entregar ni el primero. En esta era digital, cuando ya todo es a un solo click, le notificaron que su padre estaba muerto, pero no se sabía quién lo había asesinado. Impactado y desesperado, subió a la ruta 284 del bus con destino al barrio Pedregal.

Dicen que las noticias malas son las primeras que se saben sin importar hora y distancia, así que el rumor se comenzó a difundir incontrolablemente, aunque nadie creía que fuera verdad. En el barrio se preguntaban quién fue y dudaban si la víctima sí era él.

Tocaron la puerta, era Camilo, entró a casa, abrazó a su madre y un solo llanto retumbó en la vivienda 72-80. Luego llegaron Patricia y Tatiana, hermana y sobrina de Helena. No hubo palabras, sólo se escuchaban llantos y se veían las lágrimas de los presentes. Ante el silencio de las palabras, la sala se llenó de sonidos provenientes del llanto, del suspiro melancólico común.

Cuando Juan Pablo llegó, solamente decía “mami mataron a mi papá”. Se sentó en el mueble azul del patio de atrás y habló por el celular hasta que el momento de la confirmación llegó. Todos los consumidores de redes sociales envían postales, pero nunca se imaginan que les van enviar una foto del papá, mamá, amigo o novio, pero muerto. En la fotografía se percibía un cuerpo encima de una montaña, con los ojos abiertos y su cara llena de sangre. Vestía camisilla blanca y un jean azul. La crudeza de la escena, que retrata las acciones que precedieron la tragedia, ratificaba el dolor de los hechos ocurridos.


El desconsuelo del luto se maximizaba por la distancia que los separaba del cuerpo de la víctima: un hombre que fue padre, amigo, hijo, hermano y tío se encontraba en Venezuela. La familia del difunto compró los pasajes para que su esposa y sus hijos fueran al país vecino.

Catorce horas duró el viaje y finalmente llegaron a la terminal de transportes de Cúcuta a las 12 p.m. Luego pasaron a otro bus, con rumbo al Puerto de Santander, municipio localizado en el departamento del Norte de Santander, localizado en la frontera con Venezuela, país al que se comunica a través del puente Unión. Cruzaron el viaducto y llegaron al pueblo Boca Grita en busca de un hotel para pasar la primera noche de la misión.


En periódico venezolano llamado 800 Noticias, se divulgaron algunos hechos del acontecimiento con el título "Un muerto deja nuevo enfrentamiento entre el ELN y paramilitares en el Catatumbo".

El ELN fue quien mató a “Fran Yuber Tinta Melo”, sin embargo, el verdadero nombre del muerto era Juan Pablo Ospina, de 38 años, nacido en Medellín-Colombia. Sin embargo fue identificado con el nombre de Fran Yuber porque bajo esa identidad falsa se presentaba Juan Pablo para no ser detectado por la justicia colombiana. Su alias era “Camilo”. Curiosamente su hijo mayor tenía su nombre y él, en la guerra se hacía llamar como su segundo hijo. Fue comandante de un grupo paramilitar de Venezuela, cuyas actividades al margen de la ley comenzaron en los años 80 con las bandas del barrio y el auge de Pablo Escobar. Pino Ospina, como también se le conocía, perteneció a las autodefensas de Colombia y en el año 2002 se retiró, pero tiempo después volvió a formar parte de los grupos ilícitos del país.


Un nuevo día, Camilo y Helena se dirigieron a la morgue del pueblo Santa Bárbara donde se encontraba Pino. Para entregarles el cuerpo sin tantos inconvenientes, les pidieron tres millones de pesos, una suma que ellos no tenían. Así que con miedo, dolor y rabia, Camilo se dirigió a la Policía Técnico Judicial de Venezuela (PTJ), para declarar que él era hijo de un muerto que ellos habían recogido. Con mucha madurez, el joven de solo 18 años respondió las infinitas preguntas que le hicieron para hacerle la entrega de su padre.

Como un hospital abandonado, con guantes ensangrentados, observaron el suelo lleno de basura e infestado por un olor fétido. Llegaron finalmente a la tenebrosa y pequeña morgue. Era el momento de un doloroso encuentro, entró primero la viuda y sin poder interrumpir su llanto, procedió a tocarlo. Como una pared húmeda a la que con un solo roce se le cae la pintura, la piel de su negro se deshacía hacia el suelo. Ya no había duda que fuera él, reconocerlo fue fácil por el diablo tatuado en su brazo derecho. El informe del médico forense dictó que fue torturado en el momento de su asesinato; tenía los brazos y espalda morados e hinchados y además recibió un disparo en la cara que le atravesó las cornetas y salió por el parental derecho. El segundo disparo fue en el maxilar superior.

Luego del reconocimiento, compraron químicos, aserrín, cloro y ropa para que arreglaran el cuerpo. Jackson, un joven que trabajaba en la morgue, fue quien les ayudó con la gestión para la compra del ataúd. Del suelo pasaron el cuerpo al cajón, pero la travesía no acabó ahí: el carro de la morgue no tenía gasolina y debieron llamar a otro vehículo para hacer el traspaso del combustible, lo que les llevó a soportar dos horas de espera bajo un día soleado e insoportablemente caluroso. Después debían pasar las alcabalas (retenes de policía venezolana). Fueron tres sellos que debían documentarse en toda la papelería que la PTJ les había entregado. El carro sólo podía llegar hasta el puente de San Fernando donde un joven de identidad desconocida los esperaba. Con el ataúd en una carretilla atravesaron nuevamente el puente. La multitud les daba paso, el silencio apenas se alteraba por el impredecible canto de algunos pájaros y los ojos de todos los presentes se fijaron en esta familia cuyo duelo resultaba inconsolable.

Finalmente, después de la súplica de Helena, la Policía colombiana permitió dejar pasar el cuerpo y en territorio colombiano los estaba esperando el carro de la funeraria Capillas de la Fe, de la ciudad de Medellín. Mientras que por tierra iba Juan Pablo, los tres mosqueteros se habían reencontrado y llegaron al aeropuerto José María Córdova de Medellín el jueves primero de febrero a las ocho de la mañana. Volvieron sanos y salvos.

A las cuatro de la tarde de ese mismo jueves, se siguió el protocolo de un entierro y toda la noche velaron el cuerpo. Familiares y conocidos asistieron, hubo llantos, dolor, silencio, frío, recuerdos y melancolías hicieron parte del crepúsculo, del inefable duelo.

El dos de febrero del 2018, en uno de los cementerios más viejos la ciudad de San Pedro de los Milagros, en el departamento de Antioquia, siendo las diez de la mañana, el padre del difunto tapó el hueco de la tumba acompañado por un coro que decía: “yo soy quién espía los juegos de los niños”, fragmento de una canción del grupo de rock Los Ilegales. A través de aquella contundente armonía: “muchachos duros ingresan en la mafia, papá revólver protege a sus hijos” le dieron el último adiós a Juan Pablo Pino Ospina.




FIN

Maria Alejandra nació en la ciudad de Medellín y es estudiante de Comunicación Social, Sueña con trabajar en procesos comunitarios que permitan mejorar las condiciones de vida de las personas que la necesitan. Es una mujer de corazón sensible, amante de la luna y cree firmemente que sin sacrificio no hay gloria.

Sigue a María Alejandra en su cuenta en instagram como @malecarq

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