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El hilo de humo serpentea desde la punta del último segundo de la vela hasta el techo de la habitación. La luz que irradian las otras velas es suficiente para que Eduardo y Katherine se vean los ojos, si decidieran abrirlos. A ninguno le hace falta la luz eléctrica. Por el filo irregular de las persianas se alcanza a colar un rayo de luz artificial que alumbra con generosidad el patio exterior. El único celular que hay en la habitación está apagado. La cama es grande y sus cuerpos ocupan el centro. En uno de los extremos, la camiseta de Eduardo se confunde con la sábana. Katherine dejó resbalar sus calzones y no ha visto que ahora, en el suelo, tapan una de las medias de su pareja.



A partir de este momento, tú y yo, que somos testigos ausentes de este amoroso encuentro, debemos ponernos en situación: vamos a llamarlos con el cariño que se merecen. No vamos a ser tan entrometidos, ni tan confianzudos de llamar a Eduardo con el apodo ese con el que mejor lo recuerda nuestro árbitro. No vamos a decirle a ella "Kat" porque ese privilegio solamente lo tiene Edu. Sí, "Edu", es en serio lo que te digo. Ellos no se van a ofender ni mucho menos se van a incomodar o a volver a vestir o a pedirnos que nos tomemos un café con ellos si los llamamos simplemente “Kathe” y “Edu”.

Kathe y Edu conciliaron compartir, una semana acá y otra semana allá, el acceso más cercano al baño. No ser el dueño de ninguno de los lados de la cama hace parte de un experimento que propuso ella para obligarse a usar de determinada manera su pierna izquierda unas mañanas y la derecha, otras. El abrazo que se dan sus cuerpos promete que cualquier movimiento se convierta en una nueva invitación.


Sobre la cadera de Kathe, el músculo sartorio de Edu se distensiona para re-acomodar su pene. No quiere moverlo con la mano. El brazo derecho cruza debajo del cuello donde los vellos de él se mezclan con el pelo de la amada. Su mano izquierda va y viene entre la cintura y la axila de ella. Ambos huelen a pasión, se entregaron completamente. Edu estira los dedos para oxigenar su mano derecha y sabe que en cualquier momento tendrá que mover el brazo. La sangre ya no circula con la espontaneidad de hace unos minutos. Aunque su frecuencia cardiaca ya recuperó la tranquilidad, su corazón está lleno, se siente contento. El sudor de ambos se fundió en un olor que ahora comparten. Kathe tampoco duerme, la música media para enviar un mensaje sin palabras. Sobre los nudillos de él, Kathe repite el compás que les ofrece la canción. Edu mira los dedos, compara la suavidad de las manos con las suyas. Le fascina que las cortas uñas de ella no lleven esmalte. Los nudillos de Edu y su muñeca sienten el compás con el que Kathe le traslada el sigilo del tambor al fondo de la composición que los acompaña. Es tan suave el templar del aire dentro del instrumento que, al otro lado de la casa, Martín no lo alcanza a percibir. No se trata del género musical, ni del oculto protagonismo de la percusión; Martín no escucha la armonía, no escucha ninguno de los instrumentos, para él, vale la pena ser enfáticos, para él, Katherine y Carebúho ya están dormidos.


Una penúltima vela, sobre la mesa de la esquina opuesta al ventanal, custodia un regalo que Kathe valora como un tesoro. El tablero de ajedrez con todos sus protagonistas permanece intacto en la jugada previa al jaque mate. La reina, el rey, los peones y los alfiles fueron elaborados en marfil, con colmillo de elefante. Su bisabuela se lo cortó al cadáver que había sido cazado por un intruso. El arriesgado asesino no pudo llevarse nada del humilde hogar donde nació la abuela de Kathe en África. El intruso casi se lleva la vida de Bongani, pero Mandiza ascendió a leyenda por su acto heroico que salvó un linaje. Kathe no le ha contado esta historia a Edu y este no es el momento para hacerlo. Ve el rayito de luz rebotar contra las piezas y esto la pone en contacto con su idea de libertad, porque pudo arrebatárselo a un comerciante ingenuo que trasladó el único testimonio del suceso, eternizado por la libreta de apuntes del antropólogo Volker Stollbrock.





En el insípido reflejo del candelabro de plata donde se ha estado enfriando la cera


derretida

entre sus barbas




… Kathe encuentra la mirada de su compañero y lleva su mano hacia el pezón. Es ella quien compone el ritmo. Edu responde al "aprétamelas" mudo y acude al "bésamelas de nuevo" con un beso en el cuello, primero. Su pene está otra vez listo, su cuerpo ha recuperado el vigor. Palpa el vientre de Kathe, comienza a dibujar una larga essse con su lengua desde el ombligo, mientras humedece dos dedos en la entrepierna de ella. No hace falta que Kathe le diga lo que intuye innecesario: Martín no los va a escuchar esta vez tampoco.


Katherine Connor preferirá hablar en el idioma universal del temblor.


Esta historia continua con La llegada de Clau

Capítulo anterior: La libertad de Tin

 

Por: Luis Felipe Jiménez Jiménez, Bogotá, mayo de 2023

© Todos los derechos reservados.

Foto: Raitis Raitums


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