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Fernanda Mendez (Bogota, 1981)

Ingeniera Civil de la Universidad Militar Nueva Granada, lleva más de diez años apasionada por el mundo del concreto y sus posibilidades de mejorar la calidad de vida de las personas. Ha ejercido su carrera en el mundo de las ventas técnicas, de ahí que tenga una vida muy dinámica. Es la mamá de Mateo con quien disfruta mucho viajar, conocer nuevos lugares y gente diferente. Confiesa una profunda curiosidad por indagar sobre lo espiritual y lo místico.


Somos los que vivimos

somos lo que compartimos con quienes nos rodean

somos lo que amamos y lo que creamos.


Somos los viajes que realizamos y los libros que leemos...

Estamos hechos de momentos que siempre recordaremos en medio de risas, lágrimas, abrazos y besos...


Somos un pedacito de las personas con quienes hemos compartido cortos instantes o largos momentos.


Sin duda alguna somos lo que dejamos en esos con quienes hemos caminado, pero también somos parte de lo que ellos nos han enseñado y nos han dado.


Somos arte también, somos música, somos esas noches de risas que compartimos con grandes amigos y somos las noches de desvelo y pasión que hemos pasado al lado de quien amamos.


Alimentamos nuestra alma y lo que somos de esas experiencias que vivimos día a día

y si eso somos...

¿por qué hoy nos limitamos?

¿Por qué no nos entregamos en un abrazo sincero y en una estruendosa risa llena de carcajadas?

¿Por qué no damos de nuestro ser y de nuestra esencia a este mundo donde el egoísmo reina?

Carlota me la presentó en la terraza con techo del Café Libélula. Del aguacero nos rescatamos con un capuchino de brandy polaco, que lucía como el típico transgresor en una carta llena de almojábanas sin gluten, tiramisú con leche de cabra y una docena de teas asiáticos.

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La cordialidad del mesero la cautivó, todos lo notamos. La conexión que hicieron lo puso nervioso, al punto de derramar una gotita en su pantalón, a la altura de la cadera. El gesto que siguió fue una delicada caricia de ella en el pelo de él, con la consabida frase tranquilizadora:


-“Los accidentes triviales son la prueba de que en este mundo, lleno de odio, las buenas intenciones se vuelven inolvidables por el error humano, no se preocupe, a tooooodes nos ha pasado”.


El mesero se reincorporó, porque la altura de la comprensión de Zoé sobre el accidente con el tea no le daba justicia al hecho de seguir de rodillas. Fue sorprendentemente simultáneo el guiño de ojos que sellaron ambos para motivar, en algún lugar del futuro, un encuentro más furtivo y menos formal.


Lo primero que le pregunté a Zoé fue si el dragón que escondía el color original de su piel, a la altura del cuello, había sido diseñado por ella o si se trataba de una obra de otro artista.


-El único dragón que me inventé yo es el que llevo por dentro, cuando quieras te lo muestro.


Carlota interrumpió ese relámpago de coquetería con una propuesta todavía más audaz:


-Vamos las tres a mi apartamento, Crono está solito.


Zoé se puso de pie para decir que sí. Para antier era tarde.


En un papelito, el mesero guardó el número de Zoé y comenzamos a caminar debajo de un paraguas transparente que nos ocultó las voces con la arritmia cadenciosa del agua.


El gato que funcionó de espejo, como cualquier carnada, no estaba en el apartamento. Lo reemplazaba, casi en cada centímetro cuadrado de esos dos espacios tipo loft, una marca suya de feromonas que no nos hizo extrañarlo porque siempre sentimos que permanecía por ahí, escuchándonos.


Como el primer requisito fue dejar los zapatos en la entrada, lo primero que nos conocimos fueron las medias, aunque Carlota conocía muy bien mi cuerpo, mis fragilidades, mis angustias y mis potencias. Lo tercero, sin la angustia de ninguna, fueron los ombligos.


El acuerdo había sido sellado con un único compromiso: íbamos a dejar que la música hablara por nosotras. Carlota emitió sonidos que no alcanzaron a ser palabras. Ninguna rompió el pacto.


Sonó primero “Azul casi morado”, de Santa Sabina y un relámpago alumbró la ventana.


“Tratar de ver

que tienes adentro

resulta banal

Puedo intuir, puedo oler

puedo pensar, pero saber jamás

Cierro los ojos

y solo es azul

casi morado

el ir y venir

de los camellos anaranjados

Brincar cada esquina

subir edificios

viajar en puentes caídos

siempre estas ahí

colgando de todo

Quiero saber

que tienes adentro

aunque no tengas nada

quisiera saber

Puedo intuir…”


Zoe dibujó en la espalda de Carlota una luna de saliva. Yo le regalé a ambas un mordisco de labios con pequeñas marcas de dientes en la piel de las rodillas.


Debajo de mi axila sentí que su aliento me acariciaba las costillas. Sentí que Zoé comenzaba a desmoronarme, que mis cartílagos se aligeraban.


Como dejamos al azar el orden de las canciones, no podíamos estar sometidas el imperio de algún ritmo específico.


Cuando comenzó a sonar el Preso Número Nueve, de Alci Acosta ya éramos un solo masaje de tres cuerpos y seis manos.


“El preso número nueve era un hombre muy cabal

iba en la noche del pueble muy contento en su jacal

pero al mirar a su amor en brazos de su rival

ardió en el pecho el rencor y no se pudo aguantar…”


Por ningún lado se sospechó entre las tres la palabra amor, porque habría incomodado la sagrada rebeldía del inesperado vínculo.


Todas íbamos dejándonos llevar a un lugar donde no se marcaba el tiempo.


Cuando nos dijimos adiós, con los ojos cerrados, sin mover los labios y sin emitir ningún sonido, el timbre nos apagó, el dragón escapó y una única pregunta nos aterrizó de nuevo en la inoportuna realidad del presente:


“Buenas noches, veci, Crono parece tener hambre”.


Comenzó a sonar “a mí no me toquen ese vals… porque me matan”, de Cuco Sánchez en la voz de Julio Jaramillo


“Me estoy acostumbrando a no mirarte, me estoy acostumbrando a estar sin ti”


La siguiente media hora nos vio alimentando al gato con jugueteos de cariño entre las tres.

FIN


Por: Luis Felipe Jiménez* (1976) Editor de El Relato del Domingo. Profesional en Estudios Literarios. Magíster en Comunicación. Redactor y corrector de estilo. Escritor de ficción. Baterista y percusionista aficionado. Conferencista y tallerista. Ganador de concursos literarios. Promotor de lectura y promotor cultural con más de veinte (20) años de experiencia en editoriales, universidades privadas y bibliotecas públicas.




Autor: Víctor Quintero* (Manizales, 1981)

Una de las personas más sabias que he conocido en toda mi vida, no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada de cada nuevo día aún venía por las tierras del Valle del Cauca, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto media docena de cerdos de cuya fertilidad se alimentaban él y su familia. Mis abuelos paternos vivían de esta escasez, de la pequeña cría de cerdos que, después del desmame, eran vendidos a los vecinos del pueblo. Antonio era su nombre, en el municipio del Águila. Se llamaban José Antonio Quintero y Ana de Jesús Soto, eran analfabetos ambos. Cuando aún los lechones eran muy débiles y las condiciones climáticas no eran favorables, mis abuelos los recogían de las pocilgas y se los llevaban a su cama. Debajo de las ásperas mantas, el calor de los humanos libraba a los animalitos de una muerte segura. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos, ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.

Mi padre ayudó siempre a mi abuelo Antonio en sus andanzas como hacendado, cavó cientos de veces la tierra del huerto anexo a la casa y cortó leña para la lumbre. Muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hizo subir agua del pozo y la transportó al hombro, a cuatro horas de camino por encumbradas lomas que atravesó a pie, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas. Fue con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger los rastrojos de paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en las noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: “Víctor, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera”. Había otras dos higueras, pero aquella, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se les aparecía, y después, lentamente se escondía detrás de una hoja y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que los mantenían despiertos, al mismo que suavemente nos acunaban. Nunca se supo si él se callaba cuando descubría que me había dormido o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, introducía en el relato: “¿Y después?” Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad y en aquel tiempo compartido por todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Antonio era señor de toda la ciencia del mundo. Con la primera luz de la mañana, cuando el canto de los pájaros nos despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta y todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: “No hagas caso, en sueños no hay firmeza”. Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de una higuera, con su nieto a su lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo, llegué a comprender que la abuela, sí, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, sentada una noche ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía con un tío, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, pronunciara estas palabras: “El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir”. No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada . Estaba sentada a la puerta de una casa, como ninguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Antonio, hacendado y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.



*Apasionado por el emprendimiento tecnológico, las herramientas de innovación y la tecnología como motor de cambio, Víctor Quintero es Ingeniero de Sistemas, Investigador Colciencias, Inventor, he trabajado en las empresas multinacionales como Accenture, Oracle, Waltmart, Microsoft.


Arquitecto de software, Project Manager, conferencista internacional, CTO de Puget Technologies. Participante del Taller literario Viajera Editorial en Buenos Aires durante 5 años 2013-2018. Participante del Festival Internacional de Poesía en Manizales 2020.


En este bello relato que co-participa el día de hoy con el de Juanita Nähbox, quien inaugura nuestra sección Bio-Relatos, Víctor Quintero comparte una particular y poética manera de ver la vida en un entorno rural de la Colombia profunda.

© Todos los Derechos Reservados


Conoce el libro Conexión Infinita de nuestro autor invitado.




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