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Autor: Víctor Quintero* (Manizales, 1981)

 

Una de las personas más sabias que he conocido en toda mi vida, no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada de cada nuevo día aún venía por las tierras del Valle del Cauca, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto media docena de cerdos de cuya fertilidad se alimentaban él y su familia. Mis abuelos paternos vivían de esta escasez, de la pequeña cría de cerdos que, después del desmame, eran vendidos a los vecinos del pueblo. Antonio era su nombre, en el municipio del Águila. Se llamaban José Antonio Quintero y Ana de Jesús Soto, eran analfabetos ambos. Cuando aún los lechones eran muy débiles y las condiciones climáticas no eran favorables, mis abuelos los recogían de las pocilgas y se los llevaban a su cama. Debajo de las ásperas mantas, el calor de los humanos libraba a los animalitos de una muerte segura. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos, ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.

Mi padre ayudó siempre a mi abuelo Antonio en sus andanzas como hacendado, cavó cientos de veces la tierra del huerto anexo a la casa y cortó leña para la lumbre. Muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hizo subir agua del pozo y la transportó al hombro, a cuatro horas de camino por encumbradas lomas que atravesó a pie, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas. Fue con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger los rastrojos de paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en las noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: “Víctor, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera”. Había otras dos higueras, pero aquella, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se les aparecía, y después, lentamente se escondía detrás de una hoja y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que los mantenían despiertos, al mismo que suavemente nos acunaban. Nunca se supo si él se callaba cuando descubría que me había dormido o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, introducía en el relato: “¿Y después?” Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad y en aquel tiempo compartido por todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Antonio era señor de toda la ciencia del mundo. Con la primera luz de la mañana, cuando el canto de los pájaros nos despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta y todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: “No hagas caso, en sueños no hay firmeza”. Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de una higuera, con su nieto a su lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo, llegué a comprender que la abuela, sí, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, sentada una noche ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía con un tío, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, pronunciara estas palabras: “El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir”. No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada . Estaba sentada a la puerta de una casa, como ninguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Antonio, hacendado y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.


 

*Apasionado por el emprendimiento tecnológico, las herramientas de innovación y la tecnología como motor de cambio, Víctor Quintero es Ingeniero de Sistemas, Investigador Colciencias, Inventor, he trabajado en las empresas multinacionales como Accenture, Oracle, Waltmart, Microsoft.


Arquitecto de software, Project Manager, conferencista internacional, CTO de Puget Technologies. Participante del Taller literario Viajera Editorial en Buenos Aires durante 5 años 2013-2018. Participante del Festival Internacional de Poesía en Manizales 2020.


En este bello relato que co-participa el día de hoy con el de Juanita Nähbox, quien inaugura nuestra sección Bio-Relatos, Víctor Quintero comparte una particular y poética manera de ver la vida en un entorno rural de la Colombia profunda.

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