Carlota me la presentó en la terraza con techo del Café Libélula. Del aguacero nos rescatamos con un capuchino de brandy polaco, que lucía como el típico transgresor en una carta llena de almojábanas sin gluten, tiramisú con leche de cabra y una docena de teas asiáticos.
La cordialidad del mesero la cautivó, todos lo notamos. La conexión que hicieron lo puso nervioso, al punto de derramar una gotita en su pantalón, a la altura de la cadera. El gesto que siguió fue una delicada caricia de ella en el pelo de él, con la consabida frase tranquilizadora:
-“Los accidentes triviales son la prueba de que en este mundo, lleno de odio, las buenas intenciones se vuelven inolvidables por el error humano, no se preocupe, a tooooodes nos ha pasado”.
El mesero se reincorporó, porque la altura de la comprensión de Zoé sobre el accidente con el tea no le daba justicia al hecho de seguir de rodillas. Fue sorprendentemente simultáneo el guiño de ojos que sellaron ambos para motivar, en algún lugar del futuro, un encuentro más furtivo y menos formal.
Lo primero que le pregunté a Zoé fue si el dragón que escondía el color original de su piel, a la altura del cuello, había sido diseñado por ella o si se trataba de una obra de otro artista.
-El único dragón que me inventé yo es el que llevo por dentro, cuando quieras te lo muestro.
Carlota interrumpió ese relámpago de coquetería con una propuesta todavía más audaz:
-Vamos las tres a mi apartamento, Crono está solito.
Zoé se puso de pie para decir que sí. Para antier era tarde.
En un papelito, el mesero guardó el número de Zoé y comenzamos a caminar debajo de un paraguas transparente que nos ocultó las voces con la arritmia cadenciosa del agua.
El gato que funcionó de espejo, como cualquier carnada, no estaba en el apartamento. Lo reemplazaba, casi en cada centímetro cuadrado de esos dos espacios tipo loft, una marca suya de feromonas que no nos hizo extrañarlo porque siempre sentimos que permanecía por ahí, escuchándonos.
Como el primer requisito fue dejar los zapatos en la entrada, lo primero que nos conocimos fueron las medias, aunque Carlota conocía muy bien mi cuerpo, mis fragilidades, mis angustias y mis potencias. Lo tercero, sin la angustia de ninguna, fueron los ombligos.
El acuerdo había sido sellado con un único compromiso: íbamos a dejar que la música hablara por nosotras. Carlota emitió sonidos que no alcanzaron a ser palabras. Ninguna rompió el pacto.
Sonó primero “Azul casi morado”, de Santa Sabina y un relámpago alumbró la ventana.
“Tratar de ver
que tienes adentro
resulta banal
Puedo intuir, puedo oler
puedo pensar, pero saber jamás
Cierro los ojos
y solo es azul
casi morado
el ir y venir
de los camellos anaranjados
Brincar cada esquina
subir edificios
viajar en puentes caídos
siempre estas ahí
colgando de todo
Quiero saber
que tienes adentro
aunque no tengas nada
quisiera saber
Puedo intuir…”
Zoe dibujó en la espalda de Carlota una luna de saliva. Yo le regalé a ambas un mordisco de labios con pequeñas marcas de dientes en la piel de las rodillas.
Debajo de mi axila sentí que su aliento me acariciaba las costillas. Sentí que Zoé comenzaba a desmoronarme, que mis cartílagos se aligeraban.
Como dejamos al azar el orden de las canciones, no podíamos estar sometidas el imperio de algún ritmo específico.
Cuando comenzó a sonar el Preso Número Nueve, de Alci Acosta ya éramos un solo masaje de tres cuerpos y seis manos.
“El preso número nueve era un hombre muy cabal
iba en la noche del pueble muy contento en su jacal
pero al mirar a su amor en brazos de su rival
ardió en el pecho el rencor y no se pudo aguantar…”
Por ningún lado se sospechó entre las tres la palabra amor, porque habría incomodado la sagrada rebeldía del inesperado vínculo.
Todas íbamos dejándonos llevar a un lugar donde no se marcaba el tiempo.
Cuando nos dijimos adiós, con los ojos cerrados, sin mover los labios y sin emitir ningún sonido, el timbre nos apagó, el dragón escapó y una única pregunta nos aterrizó de nuevo en la inoportuna realidad del presente:
“Buenas noches, veci, Crono parece tener hambre”.
Comenzó a sonar “a mí no me toquen ese vals… porque me matan”, de Cuco Sánchez en la voz de Julio Jaramillo
“Me estoy acostumbrando a no mirarte, me estoy acostumbrando a estar sin ti”
La siguiente media hora nos vio alimentando al gato con jugueteos de cariño entre las tres.
FIN
Por: Luis Felipe Jiménez* (1976) Editor de El Relato del Domingo. Profesional en Estudios Literarios. Magíster en Comunicación. Redactor y corrector de estilo. Escritor de ficción. Baterista y percusionista aficionado. Conferencista y tallerista. Ganador de concursos literarios. Promotor de lectura y promotor cultural con más de veinte (20) años de experiencia en editoriales, universidades privadas y bibliotecas públicas.
Este relato tiene pinta de merecer una nueva entrega en otro formato…
Sutil, evocador...