top of page
Publicar: Blog2_Post
Buscar

Con esta aproximación sobre la novela del #PoetaMiranda inauguramos la sección MAPA


La salud de Bolívar sufría quebranto aquella no­che. Recibía los solícitos cuidados de su amada, doña Manuela Sáenz, oriunda de Quito. Velaba ella, en esa ho­ra avanzada, cuando escuchó los ladridos de los perros, ruido de pisadas apagadas, rumores de lucha entre guardias y asaltantes. El Libertador dormía profunda­mente. Despertóle. Sobresaltado se arrojó del lecho. Requirió la espada. Se lanzó a la puerta con ánimo de vender cara su existencia... pero aquella mujer valiente y previsora lo apartó de aquel lugar, le hizo calzar sus zapatones femeninos. Abrió la ventana. Le ayudó a saltar por ella hacia la calle solitaria, alumbrada apenas por los rayos de la luna, murmurándole al oído: 'Por la derecha al cuartel de Vargas.'



Al esfuerzo de los conjurados cedió la puerta. Apa­reció ante ellos desafiadora y bella, blandiendo una es­pada en su mano delicada. El teniente López se arrojó sobre ella. Se interpuso Horment con energía. Anhe­lantes y amenazadores la interrogaron todos a la vez:


—¿Dónde está Bolívar?"


Este fragmento de Luis Galvis Madero, que nos sir­ve de epígrafe, resalta la imponencia y majestuosidad de La Libertadora del Libertador en la apremiante no­che de la conspiración. No es por tanto gratuito que Álvaro Miranda en su libro La Risa del Cuervo se haya ocupado de esta mujer excepcional e irreverente.


Libro en el cual corren parejas la vida como la muerte, la demencia como la cordura, el amor subli­mado por la pasión como el desamor aguijoneado por la frustración. En Manuela, La Sáenz, se advierte el es­toicismo heroico y el suplicio de Tántalo que impone la sociedad, como Jueza suprema de las acciones huma­nas, a quienes se atreven a ignorar sus férreas costum­bres.


Pero Miranda es un poeta que quiere jugar con los símbolos como el niño con los granos de arena al edifi­car sus castillos. De la apología que hace de la Amable Loca no se sabe si la vilipendia o la deifica porque su imaginería confunde tal como la muerte lo hace cuan­do sobreviene para restaurar el puente entre la vida y sus dominios, fronteras que no son fáciles de señalar por la certeza que tenemos de la muerte y por la forma como nos aferramos a la vida. Este samario sabe tran­sitar por esos parajes con la propiedad del viento que se atreve a romper el silencio del abismo. Antes de que llegue el juicio final él hace su descripción fantástica pincelando con hipérboles, entrelaza deseos insatisfe­chos con realizaciones plenas de osadía, ofrenda lo so­lemne de lo trascendente con la cotidianidad y lo efímero del amor humano. Contrasta con el odio que recibió La Caballeresa del Sol como legado de su madre deshonrada (Joaquina Aispuru) por un español (Simón Sáenz y Vergara). Este sentimiento cobija en su alma a los enemigos de su amado, los Santander, los Córdoba, los Azuero.


En 1822, a los veinticuatro años, vivía en Lima en una bella casa que los limeños denominaron <Babilonia>. Por ese azar imperioso con que suele tejer el des­tino su tamiz viajó al Ecuador. La esposa del inglés James Thorne, conoció en Quito al caraqueño a quien seguiría como la sombra de éste y cuya memoria abra­zaría más allá de la muerte. Por seguir su camino, dice Miranda: "La cal quemaba a Manuelita Sáenz. Le arran­caba el pellejo, le desprendía de raíz los cabellos", des­de que el libertador partió para jamás volver. Desde ese día no cesaron los ataques contra ella y que respon­dían a las incitaciones de Vicente Azuero y sus papeluchas y a la quema de muñecos en esa tradicional fiesta del Corpus Christi. El Odio afilando sus leznas en un día dedicado al Amor. Tiranía y Despotismo converti­dos en cenizas por aquellos mismos que un día llenaron de flores el camino para que transitaran el Libertador y su Señora, Manuelita la bella.


Para sorpresa mayor, de quienes menos se espera­ba el apoyo para una mujer en dificultades vino aquél. De las mujeres santafereñas vino la protesta contra los provocativos libelos que aparecían en los muros de to­das las calles. Le otorgaban el título de señora y afir­maban que no se trataba de ninguna delincuente para que sus detractores la vilipendiaran como lo hicieron.


De nada le sirvió la defensa de las mujeres liberales como se hicieron llamar porque ella misma desde La Torre de Babel denunciaba la ineficacia e ineptitud de los dirigentes de la joven República. Su beligerancia la llevó a la cárcel por sus actos <sediciosos y provocativos>. Y después de la muerte de Bolívar, al destierro. Ahora, "los senos escurridos, parecían mecerse como aquellas hamacas donde tanto tiempo disfrutó de la vida con el Libertador. Las uñas se le desprendían, le dejaban los dedos vacíos como si nada más hiciera fal­ta acariciar con ellos."


El amor, sublimado por la pasión, es otra de las te­máticas que Álvaro Miranda aborda con propiedad en el libro en cuestión. Dieciocho años tenía cuando, al morir su madre, abandonó el convento de Santa Catali­na para irse con el oficial de la Guardia Real, Fausto D'Elhúyar. Por este hecho la sociedad intolerante de Quito resaltó su condición de hija ilegitima y la llamó bastarda. "De algunas mujeres se llegó a decir que no habían sido embarazadas de varón, sino por haber co­mido a escondidas muelas de cangrejo. De sus partos se esperaba el anticristo. Abortos, flujos, bocios, erisipe­las, verrugas, viruelas, eran causados por cangrejos de mar y jaibas o cámbaros de río. Fueron aborrecidos por generaciones enteras, hasta que desaparecieron de la memoria gastronómica de los pueblos." Para lavar sus culpas su padre concertó en Panamá el matrimonio con James Thorne, natural de Aylesbury, y los nuevos esposos se residenciaron en Lima. Allí fue condecorada con la Orden del Sol por haber logrado convencer a su medio hermano que el regimiento de la Numancia del ejército realista se convirtiera en patriota. Después del 16 de junio de 1822, en el baile de gala conoció a Bolí­var en la ciudad de Quito, tras la incorporación del Ecuador a la República de la Gran Colombia. "Su caba­llo la empujaba hacia profundos barrancos donde, aca­bado y viejo, yacía un Bolívar que se sumía en fiebres, a punto de perder la razón." Desde este día se convirtió en su confidente, ordenó sus archivos y pertenencias, protegió su vida y los intereses políticos de su amado Libertador. Bolívar sostuvo con ella un amor continuo y profundo hasta los últimos días de su vida reponién­dose de las heridas dejadas por el deceso de su esposa, María Teresa del Toro, veinte años antes.


Mas el poeta entra a los subterfugios de la concien­cia y allí lo arremolinan los presentimientos y frustra­ciones de la maternidad de Manuelita. Una mujer tiene una misión con la vida y con la sociedad: prolongar la especie.


"Los cangrejos se dedicaron a buscar los antiguos y abandonados lugares, a poblar recámaras y agujeros con una fruición que estuvo a punto de sacar a flote a aquellos huesos que el mar relamía con la lengua de sus aguas salitrosas. Llegaban por miles y se le metían entre las costillas, le subían y bajaban por el fémur en medio de empujones y cortes de tenazas. En aquella re­friega por ocupar los mejores lugares, vio cómo en su omóplato una cangreja azul se dedicaba a depositar sus huevos. Una sensación de maternidad realizada la invadió. Estaba dichosa de haber servido de nido de cangreja."


A Miranda le aturde el sólo pensar que mujer tan ardiente no haya contagiado con su fuego a otras gene­raciones y que el Libertador haya condenado a la este­rilidad la estela de su gloria imperecedera.


"—¿Dónde están esas cartas? —Preguntó el enano. —Las quemaron para que nadie se contagiara de amor —le respondió alguien."


Tantos amores e inútiles combates llenan la con­ciencia de zozobra y esa desesperación se apodera del alma para fustigarla con los paradigmas y creencias que la religión infunde a sus adeptos. El temor a las postrimerías aparece en forma escueta en La Risa del Cuervo:


"Por primera vez se angustió de encontrarse deshe­cha para el día de la Resurrección de los Muertos. Ya no había forma de reconstruirse y menos de localizar en aquella revoltura sus propios huesos. Tomaría una pierna cualquiera y de seguro le quedaría más larga que la otra; el brazo derecho más corto que el izquier­do. Se imaginó a la diestra de Dios, a flor de labios con el Creador, con una sonrisa de dientes ajenos, cerca al Libro de los Siete Sellos, con unos senos desgonzados, sentada en la Escala Celeste con unas nalgas escurri­das; en cambio Bolívar llegaría íntegro con su uniforme de húsar a la Resurrección de los Muertos, con un re­fulgir de hermosura en momento en que sonara la fan­farria del Juicio Final."


Se advierte también el machismo propio de la época que descarga las responsabilidades del amor sobre la mujer. Ella es la pecadora, la condenada al suplicio eterno. Los límites entre lo profano y lo sagrado son trazados con muros de niebla que denotan la dificultad teológica para determinar el más allá. Todo se reduce a conjeturas.


El mito bíblico de la eterna enemistad en­tre la mujer y la serpiente trae a la memoria el tradicio­nalismo cristiano. Miranda es un conocedor de nuestra historia y de las costumbres latinoamericanas. Para él la vida se reduce a un materialismo asfixiante, después de la muerte no queda nada y la vida no tiene sen­tido:


"Y le dieron antojos de morirse, de irse para siempre como le habían enseñado; le dieron ganas de soltar el alma para el cielo, para el infierno, para el limbo o para el purgatorio; pero el agua continuaba pegada, ama­rrada al cuerpo: 'el alma es de la tierra, es de acá, acá la hicieron, acá se queda, acá se pudre con el cuerpo'. Ahora las ganas de morirse, de cerrar los ojos y apretar las sienes. Pero nada que llega la muerte. Sólo cuervos que graznan, sólo un lejano graznido de cuervos que vuelan."


El 1 de enero de 1834 Santander firmó el decreto que la desterró definitivamente de Colombia. Fue a Ja­maica, y de allí a Guayaquil, ciudad a la que arribó en 1835. Pero el gobierno del Ecuador no la quería en sus tierras. Viajó a Paita, un puerto peruano, sin árboles ni agua, donde llegaban los balleneros de Estados Uni­dos. Inválida, dos años después de la muerte del maes­tro del Libertador, Simón Rodríguez, murió víctima de una extraña epidemia que llegó al puerto en algún ba­llenero, el 23 de noviembre de 1856.


"Entre la corriente contempló a miles de cangrejos que se hundían entre el refulgir de las descargas eléc­tricas. Los rayos pegaban contra la superficie del mar para abrirse paso más abajo en raíces de luz y ella, es­tremecida por el tronar y los ramales azules, comenzó a recorrer todos y cada uno de los instantes de la vida. Pensó: 'Me muero, esto pasa cuando uno se muere.' Cre­yó ver a lo lejos al marinero holandés que venía a des­pedirse para siempre con su sonrisa de ángel. 'Adiós, adiós marinero del alma.' En el horizonte el sol comen­zaba a hundirse en su nuevo crepúsculo."


Ese acendrado machismo hace que Miranda no vea en esta heroína los múltiples valores que esta mujer tuvo y que fueron los que atrajeron a Bolívar, hasta el punto de que fue ella el amor sincero de sus últimos años. Pero, la riqueza del lenguaje, las hipérboles y demás fi­guras que embellecen el texto y el profundo conoci­miento que de nuestra sociedad tiene su autor hacen de La Risa del Cuervo un libro digno de ser leído por ésta y las generaciones venideras. (SIC)



 

Autor: Efraín Gutiérrez Zambrano (1955)

Nació en Ortega Tolima y vive en Girardot. Efraín sostiene que espera contribuir a la construcción del tejido social con sus ideas. Puedes conocer más sobre este autor visitando efraguza.blogspot.com

Compartimos el texto idéntico (SIC) con autorización expresa del autor. Este texto hace parte del libro Reflexiones para un buen día que llega a su quinta edición.


Hoy 2 de mayo de 2022 en el marco de la Feria dInternacional del Libro de Bogotá, la periodista Adriana Grosso dará un conversatorio sobre esta magnífica novela del #PoetaMiranda



bottom of page