Por Valentina Coccia Rovida* (1990)
“Eres una puta”, dijo su madre en medio de la acalorada discusión. Había encontrado el empaque de un condón en el bolsillo del pantalón que usó el día anterior. Él le pidió que lo botara en la calle, para que su propia madre o su hermanita no sospecharan sobre lo que estaba haciendo. Había olvidado botarlo.
“Eres una puta, una puta sin remedio”, continuó su madre. Las putas no se casan. Las putas no tienen hijos, las putas no se enamoran nunca realmente. “Eres una puta” le quedó resonando, sabiendo que cualquier amor que la fulminara debía permanecer oculto, porque las putas no aman y no merecen amor.
Cuando era niña fue sido bendecida con un enorme busto. Sus compañeras de colegio la miraban extasiadas, comparando inevitablemente esas enormes montañas con sus pequeños limones. Ella se sentía bien, sentía como si por fin empezara a encajar. Cuando su abuela o su tía le regalaban dinero para su cumpleaños, se compraba blusitas ajustadas y escotadas y se llenaba de brío cuando los hombres la miraban por la calle.
“Bájate la falda, estamos en misa. Tápate ese escote”, le decía su madre cuando estaban en la iglesia. Un día decidió pintarse las uñas y su padre rehusó salir con ella. “En mi pueblo eran las putas las que se pintaban las uñas: o te quitas eso o no vienes”. Recordó también otras ocasiones. Recordó cómo su padre se cambiaba de acera porque estaba avergonzado de la ropa que llevaba, recordó cuando caminaba lejos de ella como diciendo “No te conozco”.
“Olvídate de mí, yo no te vuelvo a ayudar nunca en nada”, le dijo su madre aquel día de la discusión. Fue el día en el que había sido repudiada, consciente o inconscientemente, fue el mismo día en el que le negaron el amor y le impidieron, también, ser amada por otros.
Camas, sábanas, amores apasionados, la vida. Había amado, pero no había sido amada, porque a las putas nadie las quiere. Pero él la amaba, él sí. Fumando un cigarrillo en la azotea, quince años después de las declaraciones de su madre, pensaba en la incomodidad que le generaba ese amor que sentía inmerecido. Lo veía soso, con sus flores, preocupándose por ella, proponiéndole irse a vivir juntos, comprar una casa y esas cosas que hace la gente que se ama.
Ella no lo amaba, pero a veces le parecía que sí. Iban juntos a excursiones por el campo, se reían, hablaban durante horas sobre libros, música, política; el sexo era descarnadamente placentero e inusual. Pero su amor… su amor no dejaba de parecerle tonto, ingenuo. Intentó sacárselo de encima una y mil veces; hizo dramas, le contó en qué camas había estado y cómo la habían tratado otros, sólo para convencerlo de que sí, que era una puta, convencerlo de esa, para ella, realidad incontrovertible resumida en el crudo consejo: “no te conviene estar conmigo. Y él, paciente, sin perder el sosiego, se quedaba mirándola, con compasión, con empatía, con admiración. Para la sorpresa de ella, nunca había querido irse. Esa tarde en la azotea, infestada de un atardecer luminoso, trataba de discernirlo todo y aunque intentaba pensar en nuevas tretas para sacárselo de encima, la luz se imponía, cegándole los ojos sin remedio.
*Valentina Coccia Rovida nace en Bogotá en 1990. Se enamora de la lectura cuando a sus siete años su papá le compra el libro "Corazón", del autor italiano Edmondo de Amicis.
A lo largo de toda su adolescencia lee las obras maestras de la literatura mientras desarrolla en paralelo una carrera artística en la danza. Estudia Literatura en la Universidad de los Andes donde realiza la Maestría en Historia. Desde el año 2016 trabaja como columnista en el diario El Espectador.
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Crédito foto: Diego Zamora M. @DiegoZamoraFotografia
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