Escupió la espuma de la crema de dientes con fuerza, como si odiara algo. Acababa de soñar de nuevo con la misma extraña mujer. Celó con atención cada movimiento para no cortarse la cara en la afeitada. El espejo lo reflejaba, pero no lo definía. Observó a través de la ventana y no encontró ninguna nube en la mañana. Él mismo planchó tres camisas la noche anterior, por si las dudas. Se puso la verde aceituna.
Se vistió con calma, cuidando cada detalle. Brilló con betún y sigilo sus zapatos. Amarró lo cordones una vez, los deshizo y volvió a amarrar. Hans era uno de esos tipos psicorrígidos obsesivo y calculador. Las canas en la barba le daban un atractivo especial según una amiga de su mujer. Llevaba tres días con un dolor intenso en el estómago que adormecía con un medicamento. Cuando entró a la habitación de Natalia, su hija, revisó el brillo en sus zapatos. Todo en orden. Besó con ternura el cachete de la niña. “Te amo hija, eres lo más hermoso del mundo”.
-Yo también papi, suspiró la criatura. -Natalia, te va a dejar el bus del colegio, levántate, interrumpió Isabel. -Hazle caso a tu mamá, esta noche te traigo una sorpresa”, matizó Hans para comprar la sonrisa de la niña. -¿Almorzamos hoy mi amor?, Isabel no se parecía en nada a la mujer del sueño.
Hans la miró y pensó “eras más tierna y menos fría cuando nos casamos, éramos otros”.
-Hoy no, mejor el sábado en el restaurante que quieras, prometió Hans.
Isabel ya no estaba enamorada de él. Su vínculo era de otro orden. De apego, de necesidad, de costumbre. Sin reproches, a pesar de ser para ella un buen padre, Hans había dejado de ser su luz en la vida.
-Me voy en el blanco, señaló Hans antes de cerrar la puerta. Isabel no iba a tocar ninguno de lo otros dos carros. Saludó a Jairo, un vecino más, habitante de la calle. Una de las pocas conciencias lúcidas del sector.
-Buenos días Jairito”, y le entregó tres billetes -Gracias jefe, Dios lo lleve en su gloria, dijo emocionado Jairo. -El Señor también está contigo Jairo, háblale, búscalo, no lo abandones porque Él es grande y generoso con todos, dijo Hans.
Vivía tranquilo en el sector gracias a Hans, su respaldo en nombre de la “misericordia del Altísimo que debe ser la de los hombres”
Jairo juntó sus manos, miró al cielo y luego cerró los ojos. Sintió que algo lo renovaba.
Sonó el celular, al otro lado:
- Señor, ya me entregaron el carro, ahí me tiene a la orden para las vueltas que sea.
Para no manejar, Hans contrataba de vez en cuando a un conductor. -El jueves a las cuatro donde siempre
Colgó para contestar otra llamada.
Era Jimena, linda, 26 años, un hijo. Se conocieron en un reunión en la que Hans apoyaba emocionalmente a madres cabeza de familia. A ella la cautivó una frase de Hans: “Cuando Dios está en nuestra casa, nada más nos faltará, Jimena, déjalo entrar”. Jimena no faltó nunca a una reunión desde entonces. Un año desde entonces, fiel y puntual al encuentro. Pero Hans ya no era igual para ella. Su cercanía a él lo hacía ver más humano, más seco. -Tenemos que hablar de esto, gordo, ni un día más. Hans miró su reloj nuevo, no para ver la hora, sino para comprobar que se le veía bien. -Estoy llegando, no jodas
Colgó. Hans estaba cansado del amorío.
El vigilante le abrió la puerta con un:
-siga patrón, nadie la ha visitado, todo bien.
En el ascensor sacó del bolsillo izquierdo del pantalón el llavero que por razones obvias no conocía su mujer. Uno de sus pecados
-No tienes por qué cerrar la puerta así, increpó Jimena.
Hans buscó un vaso y puso tres hielos para aclarar el whisky.
-¿Qué es lo que quieres hora? -Tranquilo gordo, ven…
Jimena le quitó el vaso, lo desnudó y le comenzó a hacer sexo oral. Creía que con eso lo compraba. Hans cerró los ojos y por un momento olvidó quien era. Olvidó quién era para el mundo y quién para sí mismo Placeres pasajeros, espejismos que cedan. Falsas conquistas de felicidad fantasma. -Voy a ir a la iglesia hoy, allá te espero. dijo entre dientes. -Espera, espera, mmmmm, la voz le temblaba: no voy a abortar, Hans, dijo Jimena. -¡VIDAHIJUEPUTA Jimena, no me jodas! ¿En qué habíamos quedado? Hans lanzó un puño que ella con suerte supo esquivar, por dignidad. -No me voy a dejar pegar más y voy a tener este bebé, vete, vete, gritó ella. Hans recordó la última golpiza y se llamó al orden, puso un dinero en la mesa de noche y sin mediar palabra se retiró. La caja de cambios del carro sonó como para quebrarse cuando pasó de segunda a tercera, Hans aceleró como nunca. Iba tarde. Recordó la mujer del sueño. Una imagen suya le hizo cerrar los ojos… Venía hacia él, desnuda, casi flotando. Pensó en su hija, en su mujer, en la mentira que era su vida. A la iglesia llegó Hans vació de vida y lleno de dolor. En la puerta, una joven se le acercó de repente, lo abrazó con fuerza y le dijo:
-Gracias, sus palabras salvaron mi vida. -Todo para el Altísimo, gloria a Él.
Hubo cantos, Hans sintió alivio y olvidó por un segundo la noticia de su amante. Decidió almorzar solo. Necesitaba cuadrar unas cuentas. Al finalizar sonrió porque sus ingresos superaban a sus gastos. Los días siguientes punzaron en su corazón la zozobra. Llegó el jueves. Hans elaboró la mejor excusa para llegar tarde a casa. No era la primera vez. A su esposa tampoco le importó. De una caja fuerte sacó un fajo gordo de billetes y se despidió de Isabel. La niña dormía todavía. Se sentó en una cafetería del centro a pensar en lo del embarazo de Jimena. Todo su proyecto de vida se vendría al piso si lo descubrían. Sonó el celular. Era el conductor: “ya estoy llegando”. Pagó y dejó una generosa propina. “Ahí dejo mi carro, vuelvo en unas horas” -¿A dónde lo llevo hoy? -Al Santa Fé, donde siempre -Listo Don Hans, como usted diga.
Un día lluvioso y frío en Bogotá. El carro salpicaba a los transeúntes, a los motociclistas. Desde la entrada del prostíbulo Hans creyó ver al fondo, una cara conocida. -Estoy paranoico, estoy jodido, pensó. Se sentó en una esquina y comenzó a mirar a las mujeres. Esta vez sólo quería verlas bailar. Sintió que una de ellas era la mujer del sueño. Una lágrima de rencor hacia sí mismo le dibujó el cachete. -Estoy vacío, se dijo. Dejó caer el vaso. Parecía firmar su desgracia. A su espalda, una voz terminó de congelarlo… -Bienvenido Pastor, no sabía que era cliente de acá. Yo no he vuelto a la iglesia, usted entenderá”.
FIN
Por: Pipe Jiménez (1976)
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Foto de Luis Quintero
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