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Escribió veinte veces “me quiero morir”. Luego, publicó veinte veces “me quiero morir” de distintas formas, algunas muy creativas. Se quejaba de sus padres, esas personas de otra época, esos seres insensibles que no la entendían. Le mortificaba que la gente saliera a trabajar cada día sin darse cuenta de que el trabajo es una obligación impuesta por las élites que nos quieren alienados y enajenados (había leído esas dos últimas palabras en un panfleto de la universidad y le quedaron gustando). Tenía varias cuentas en las redes sociales, algunas eran perfiles falsos para validar las cuentas propias o perfiles donde daba rienda suelta a su inquina, sin ningún reparo. Le gustaba opinar sobre un tema sin tener el más mínimo conocimiento, sus opiniones bastaban por sí solas. Al final, todo se reducía a lo mismo: soy libre para pensar, actuar y decir lo que quiera y nadie puede decirme lo contrario.



Sus padres, especialmente la madre, vivían orgullosos de ella. No sabían bien qué hacía frente al computador todo el día o con el celular en la mano, salvo que jugaba videojuegos, aprendía inglés y francés y administraba la página del periódico universitario. Siempre tan importante, tan inteligente, tan… faltaban las palabras para describirla. Era la mejor hija del mundo. Era grosera porque a su edad todos lo son. En su rostro tenía una expresión de hastío porque se la pasaba pensando todo el tiempo. “Ella no es como esas muchachitas superficiales que se maquillan frente al espejo” -pensaba la mamá- “mi hija es diferente”. Y así vivían justificando a la joven mujer en lo bueno y en lo malo.


Por el contrario, su hija era implacable con sus padres, cada pregunta o comentario de ellos terminaba parafraseado en las redes sociales, los convertía en objeto de todo tipo de burlas. Sus seguidores eran crueles, abundaban las críticas y los insultos. Ella se crecía con cada like y con cada interacción. Sus amistades se abstenían de comentar, veían con estupor las cosas que publicaba y no sabían qué hacer, algunos terminaron alejándose. En ese batiburrillo virtual, ella iba haciéndose un hueco. El número de sus seguidores crecían exponencialmente. El algoritmo del medio contribuía a fortalecer aquella gratificación que ella recibía a través del matoneo y la burla. De las frases cargadas de rabia en contra de su familia, su ciudad, su país y en contra del mundo y en contra de la época que le tocó vivir desgraciadamente, Estela dio el salto a los videos en que exhibía orgullosa su cuerpo no normativo. Jugaba con tendencias de la moda, un tatuaje nuevo cada tanto, rasurarse la cabeza o zangolotear sus nalgas al ritmo monótono de la canción exitosa de la temporada, aprendió que era una forma de empoderamiento corporal en esta sociedad patriarcal, las palabras ya fluían por inercia en su cabeza.


Pero volvía a ella esa tristeza enquistada en su mente. Volvían los días oscuros y sombríos. Y se entregó a la rabia como acto de resistencia, sin darse cuenta de que la rabia es una simple máscara. Era grosera y altanera y pensaba que la gente era insufrible. Escribía con frecuencia: “idiotas”, “imbéciles”, “estúpidos” y un ramillete de barbarismos locales. Sus seguidores alentaban la confrontación, se alimentaban del conflicto, del odio y cuando algún usuario maestro del hate se enfrentaba a ella, por lo general, terminaba aporreada lingüísticamente; en ese momento la rodeaban con emoticones y fórmulas comunes. Ella asumía el papel que le sentaba muy bien: la víctima. Lustraba su papel cada día recordando sus peores defectos, sus peores desgracias, los peores momentos, como si se tratara de perfeccionar la elaboración de un disfraz. Su vida se redujo al instante, el pasado era una tragedia protagonizada por generaciones anteriores que habían sido cobardes y débiles, el futuro no era nada más que arena entre sus dedos. Solo importaba el hoy: el yo quiero, el yo deseo.


El orgullo de papá y mamá dio paso a la preocupación. Eran testigos de la transformación de su hija, de ser la princesa de la casa que sonreía a cada saludo a convertirse en esta joven mujer entregada a la amargura, una persona casi irreconocible para ellos. Sólo podían ver las fotos que publicaba en los grupos familiares de algunas redes, donde observaban inquietos las poses sugestivas y las miradas huidizas de su hija. Una sola palabra de ellos era el detonante de un estallido: “no se metan en mi vida”, “los odio”, “no son nada para mí”. Sus gritos eran dardos que perforaban su corazón. Acudieron a una psicóloga que les dijo, con una amplia sonrisa, que eran cosas de la edad, que le tuvieran paciencia. Con un “deben dejar que se exprese” salieron del consultorio desconcertados y sintiéndose culpables.


La distancia se profundizó. El amor, no obstante, los unía, convertido en un hilo delgado y resistente. Y, entonces, llegó el tiempo del encierro, el miedo se regó como la pólvora mientras veían los noticieros arrojar los datos de las muertes diarias. Y metida en su pantalla, deformó su columna, sus ojos fueron velados por la oscuridad, sus dedos raquíticos y su rostro se re-configuró, demacrado. El miedo y la tristeza invadieron su mente, abonado el terreno, fue fértil a ideas necias. La soledad era una crónica anunciada. Su padre perdió el trabajo. Su madre tomó varios turnos y pocas veces estaba en casa.


Quería un abrazo, pero cómo podía desear el contacto de su padre cuando meses atrás había publicado un video en el que despreciaba sus palabras: “nena, cuídate, te quiero mucho, un fuerte abrazo”. Aquel fue el mensaje sincero que le envió en su último viaje laboral. Y el video viral en el que decía con su rostro cubierto de lágrimas, entre otras cosas: “desconfío de mi papá, ¿por qué me dice nena?, los hombres tienen este fetiche con las niñas, todos son unos potenciales violadores, me da miedo que esté cerca”. Muy rápido ese video se consolidó como el más visto de sus redes. Obtuvo miles de likes y fue compartido centenares de veces. Y ella estaba feliz por ese falso reconocimiento social, sentía regocijo y alegría, su orgullo trepó a los cielos del egoísmo. Sin embargo, ahora estaba ahí, en su cuarto, sola e infeliz.


Su padre está en la cocina, preparando la cena, su mamá llegará en pocos minutos, agotada como siempre, descansará una hora, tal vez dos y volverá a irse, es el único tiempo que tiene permiso de salida.

-Nena, ya es hora de comer –dice aquella cálida voz masculina.

FIN


 

Por: Esperanza Ardila Beltrán

Con su anterior participación titulada Búsquedas efímeras, Esperanza recibió varios reconocimientos por su talento como narradora. Ver acá el índice de autores que han participado en el Relato del domingo donde están los otros textos de Esperanza.

Esperanza es mamá, ama de casa y antropóloga. Ocupa su tiempo en los afanes domésticos y las lecturas diarias. Vive en Santa Marta y su escritura tiene siempre una mirada generosa y certera sobre las problemáticas contemporáneas.

Foto: Carla Madeiros

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